jueves, 16 de septiembre de 2010

Relatos de Don Wayne XII


         X-Men

        
― A ver, entérate, la gente que viene a estos sitios se divide en dos categorías: los mirones y los maricas. Los mirones vienen a ver follar, tú y yo formamos parte de esa tropa. Los maricas son en general viejos degenerados, crápulas que no tienen otro sitio donde ir para buscar rollo. Si se te acerca alguno por la banda dale la boleta sin contemplaciones antes de que te empiece a meter mano.

X-Men


― Funciona todo el día, chacho, programa doble en sesión continua. El primer pase comienza a las once y así hasta las doce de la noche. El proyector debe llevarse unos calentones que te cagas, y el eje de los rollos ni te cuento. Seguro que a ese también le ponen vaselina para lubricar.
― No sé. No sé, Mandril. A ver si el tipo de la taquilla se va a coscar y nos manda a la puta calle.
― ¡Venga ya! ¡No me seas cagueta! El tío me conoce, ya me ha dejado pasar otras veces.

   El Benja llevaba días rondando la calle en las proximidades del Cinema Berna, curiosidad de adolescente, ganas de ver echar un buen polvo en gran formato y sin remilgos. Al final siempre acababa por invadirle el pánico y no se decidía a entrar. Le faltan la picardía necesaria y dos años largos para la mayoría de edad. Está seguro de que el individuo que despacha las entradas en el tambucho del hall le iba a cortar inmediatamente el paso con un lacónico:
― ¡Aire, chavalín, que esto es cine solo para adultos!

   El programa semanal aparece escrito con mayúsculos trazos de rotulador sobre dos cartulinas blancas crucificadas a la entrada. Los títulos no pueden ser más elocuentes: “Perritas calientes” y “La clínica del vicio”. La sala prestó servicio durante décadas como cine de barrio dedicado a los reestrenos. Al despuntar los ochenta el propietario decidió dar un vuelco al negocio para especializarse en el pujante “cine erótico”. Tras un repunte inicial acabó sucumbiendo víctima de la feroz competencia de los videoclubs cuya oferta era más competitiva y capaz de satisfacer gustos “más variados”, en condiciones de mayor intimidad. Hoy, el Berna, mientras ve agotarse sus días, sobrevive como puede reciclado en sala X. Todo el aparato propagandístico con que se adornó en el pasado –la marquesina, las carteleras, los neones– ha ido desapareciendo o se encuentra en condiciones tan ruinosas que profetizan un derribo inminente.
― ¡Venga, vamos para dentro!
― Es que… como me pida el carné…
― ¡Pero qué coño te va pedir el carné! ¿Tú estás tonto o qué? El pavo ese se va a hacer el longuis, no nos va mirar ni a la cara, lo único que está esperando es que entre alguien para no morirse de hambre.
― Es que…
― ¡Benjamín, no me seas rechuploso! Me pides que te acompañe y ahora me quieres dejar tirado en la puerta. ¡Vaaamos! ―Prudencio, el Mandril, le empuja resuelto.
   El vestíbulo es un pasillo ancho, alargado y en crisis, parece un túnel del metro con techos altos, completamente desamueblado, atufa a rancio. En su día, allá por los años sesenta, los muros fueron pintados de temple color verde; desde entonces no han vuelto a sentir la caricia de una brocha. Las paredes aparecen salpicadas por recuadros vacíos de tono más pálido: la huella de los espacios que en su día ocuparon David Niven, Spencer Tracy, Ava garner, Marlon Brando, Gina Lollobrigida, Humfrey Bogart, Gary Cooper, Lauren Bacall, o los grandes carteles de películas que permanecieron colgados durante lustros: Ben- Hur, El puente sobre el río Kway, El Padrecito, 55 días en Pekín, Ha llegado un ángel… Carteles, retratos de acicalados galanes, deslumbrantes bellezas femeninas, cuya sonrisa habrá acabado por marchitarse presa de la humedad en cualquier sótano.
   Algunos hombres, ya entrados en años, serpentean por la antesala pegados a la pared. Lo hacen en actitud callada, taciturna y solitaria, fingen fumar pero miran a hurtadillas. Al fondo se encuentra una especie de garito en cuyo interior el taquillero, un tipo sudoroso, cabezón y de cuello rollizo, da la impresión de hallarse incubando huevos a la luz de un flexo. Con gesto indiferente, despacha las entradas al Mandril y le devuelve los ocho duros del cambio. Prudencio muestra las entradas al amigo haciendo un gesto con la cabeza.
― ¡“Pa” dentro!―murmura guiñando un ojo.
Las envejecidas cortinas que franquean el paso al interior presentan un tacto raído y mugriento.

   Permanecen unos instantes detenidos en el pasillo central tratando de dar tiempo a los ojos para que se adapten a la penumbra. La atención del chico se queda clavada en la pantalla: en lo que parece la consulta de un dentista, una actriz exageradamente rubia y de pechos neumáticos se agita sentada en el sillón mientras acoge entre sus piernas a un sujeto cuyos músculos deben haber sido esculpidos en fibrocemento. Con movimiento rítmico, el tipo acomete en enérgicas embestidas. Por la cofia y unas medias muy blancas sujetas con liguero, se deduce que ella desempeña el papel de enfermera. A él, por el fonendoscopio que lleva enganchado al cuello y colgando de la espalda desnuda, le ha tocado jugar el papel de facultativo. A Benjamín ese actor le recuerda más bien a un culturista o a un gladiador romano.

― ¡Hostias, como anda el tema!―susurra el Mandril al oído del colega.
Camino de las filas centrales ve asomar sobre las butacas las escasas cabezas que salpican la platea. Por efecto del contraluz todas parecen tener el pelo cano.
   Ya sentados, su aliado le alecciona al oído:
― A ver, entérate, la gente que viene a estos sitios se divide en dos categorías: los mirones y los maricas. Los mirones vienen a ver follar, tú y yo formamos parte de esa tropa. Los maricas son en general viejos degenerados, crápulas que no tienen otro sitio donde ir para buscar rollo. Si se te acerca alguno por la banda dale la boleta sin contemplaciones antes de que te empiece a meter mano.
   En pantalla se van sucediendo escenas en las que un actor de raza negra recibe a dos señoritas en su despacho hospitalario. Una de las recién llegadas tiene rasgos orientales. El tipo se presenta como el cirujano jefe. Ellas son las pacientes, aunque por la indumentaria y lo saludable de su aspecto podrían ser dos frívolas turistas. En el desempeño de sus funciones, el doctor procede a realizar el reconocimiento general de una de las enfermas. Se aplica en la tarea comenzando por desabrocharle la blusa. La exótica oriental también se interesa por la anatomía del galeno, ella empieza por la bragueta. La situación deriva hacia un choque interracial aprovechado por el trío para exhibirse en una suerte de ejercicios de fuerza, acrobacia y hábiles contorsiones que tienen más que ver con las disciplinas circenses que con las artes de la seducción. Toda la acción aparece trufada por falsos aspavientos, gemidos, mohines, entornadas
de ojos,… Pasión, lo que se dice pasión, Benjamín encuentra poca; sin embargo, le atrae mirar a las mujeres que follan con el cirujano negro, son desinhibidas, jóvenes y hermosas.

   Tras el éxtasis final, sin dar tiempo a los títulos de crédito, se encienden las luces y acaba el pase. El interior del cine presenta entonces su verdadero aspecto de un templo abandonado tomado por unos cuantos mendigos que se remueven con desgana en sus asientos. La platea aparece casi desierta, apenas una veintena de hombres se salpican por el anfiteatro. Algunos permanecen sentados rebulléndose en la butaca, otros salen a los pasillos laterales para deambular encorvados, recogidos sobre sí mismos, como sombras que conspiran. La mayoría pasará de los cincuenta años. Personajes grises, sin identidad, que parecen buscar o esperar algo.
― ¡Sarasas, sarasas perdidos! Vienen aquí a tocarse la minga―explica el Mandril―
Tienen sus propios códigos. Nosotros a lo nuestro.
   Benjamín repasa el interior del cine con mirada extrañada: un lugar decadente y sórdido, asolado por el abandono y la desidia. La iluminación es mortecina y pálida. En el lugar acampa un silencio irreal, fantasmagórico. Los momificados cortinones que flanquean la pantalla amenazan con dejar escapar colonias enteras de ácaros y polvo. Las butacas, de madera barnizada, forradas de un color rojo sucio, sobado y lleno de manchas, difunden por la sala un aroma de tapicería vieja.
   Un hombre de estatura baja y complexión fuerte llega a la altura de ambos chicos. Sin mirar atrás, busca asiento en la fila precedente. Luce una cabeza brillante, completamente rapada, una camisa de rayas y un pantalón vaquero limpio y bien planchado. Lleva gafas.
   Pasados cinco minutos el operador ha tenido tiempo de cambiar el rollo y da comienzo el siguiente pase: “Hot Dog Grils”, versión subtitulada. En las primeras secuencias varias amigas celebran una florida tertulia sentadas en un prado. Una de ellas extrae de su bolso un tótem de látex de envergadura respetable, lo muestra pícaramente a las demás que reciben la insinuación con expresión de regocijo... En ese momento otro espectador llega desde atrás. Debe conocer perfectamente el lugar al que se dirige, pues a pesar de la oscuridad reinante no ha dudado en la búsqueda de la fila. Acude junto al señor que Benja y Prudencio tienen delante. Removiendo en las tinieblas con los ojos, Benjamín puede identificar los rasgos de un varón de unos sesenta años. Es alto, de pelo cano, lleva una barba también muy blanca, recortada con esmero. Viste de chaqueta. Podría ser un funcionario público o un empleado de banca. Al encontrarse, uno de pié, el otro sentado, se han saludado dándose la mano. Algo reclama la atención de Benjamín, un gesto imperceptible, pero suficiente para que el chico se de cuenta de que no se ha tratado de un saludo formal, más bien parecía un encuentro emotivo, dos personas que se acariciaban con las yemas de los dedos. El Mandril le picotea el antebrazo.
   Acomodado el recién llegado, los dos hombres mantienen entre susurros un diálogo de contenido imperceptible. Al contraluz, Benjamín puede discernir sus gestos: se sonríen, se miran con afecto, está seguro de que sus manos siguen aferradas. Permanecen sentados, quietos, muy juntos. Una cita largamente anhelada, piensa el adolescente. En pantalla, las actrices se recrean en un multitudinario y aparatoso número lésbico a cuatro bandas que a Benjamín le interesa poco. El varón del pelo cano ha deslizado el brazo hacia atrás para acariciar suavemente la espalda, el cuello, la nuca de su acompañante. En la muñeca lleva un reloj caro, en el dedo anular un sello de casado. El pie del joven toca la espaldera de la butaca anterior, y aunque los hombres permanecen inmóviles se percibe una ligera agitación en la fila de butacas. Al cabo de unos minutos el hombre más fornido comienza a diluirse hasta desaparecer del asiento.
   El Mandril no presta atención a este ejercicio de ilusionismo, su glotonería erótica le mantiene más interesado por los trajines de las chicas con el consolador. Simulando encontrarse incómodo en su asiento, Benjamín se yergue un instante con intención de observar a sus vecinos. Entre las sombras cree descubrir al hombre que, agazapado de rodillas sobre el suelo, entre las piernas del otro, realiza suaves movimientos con la cabeza. Se sienta atónito. Ya no podrá concentrarse en la pantalla…
   Poco después las dos siluetas vuelven a recortarse sobre el fondo de las bucólicas secuencias campestres. Los hombres todavía permanecen sentados juntos largo rato. Finalmente, el recién llegado consulta su reloj y se levanta con urgencia. Vuelven a tomarse de las manos. Benjamín se hace el distraído pero aguza el oído:
― ¡Gracias, gracias precioso por haber venido!
― ¡Ya sabes que te quiero!
El hombre alto se inclina, se abrazan, se besan en los labios con tierno agradecimiento.
― Nos vemos la semana que viene.
Durante un instante se quedan congelados, abrazados por los hombros en un gesto propio de alguien que se resiste a la separación. Desafiando a la penumbra se miran intensamente. Por fin, el señor de la chaqueta abandona la fila en tres zancadas. Con paso apresurado se pierde en la noche del pasillo.
   El Mandril renuncia un instante a su interés por la película, vuelve el rostro hacia el colega y con voz apenas audible comenta un sucinto:
― Ya te digo…
Benjamín experimenta una turbación difícil de interpretar. Se siente espectador de un hecho inesperado, un corto encuentro de diálogos escuetos. Trata de hacerse con los aspectos más ocultos de esta historia. Entró en el cine con la intención de aprender a follar para acabar recibiendo una inédita e inesperada lección de amor y sexualidad adultos. Desinteresado por lo que sucede en la pantalla, palmea levemente el hombro de Prudencio en señal de despedida, se levanta y se dirige a la salida. El Mandril le ve marchar estupefacto. Gana la calle rápidamente con intención de pasar inadvertido. El intenso sol que abofetea las fachadas le deslumbra.
   Se aleja avenida abajo con paso abstraído. Tenía intención de dirigirse a los futbolines, pero cambia el rumbo camino de su casa. Ya no puede pensar en otra cosa... No puede pensar en otra cosa que no sean esas vidas heridas que avivan su secreto en la lóbrega clandestinidad de un maltrecho cine.

Antiguas salas X en Sevilla (foto 1, sala Trajano) y Barcelona (foto 2), ya desaparecidas.


7 comentarios:

  1. ¡Magnífica fotografía para presentar el relato "X-Men"!
    No me explico donde escarba este informático para ir a dar justo con aquello que ilustra con tanta precisión un relato.
    Mi reconocimiento.

    Don Wayne

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  2. Jajaja! Graaaasias, Dooon... Lo tuyo sí que tiene mérito. Oh, es cierto, se me olvidó decirlo en público: magnífico relato, de los mejores de su selecta cosecha. Me encanta el estilo con que maneja ciertas metáforas. He leído algún que otro relato por ahí con el trasfondo de las salas X y ninguno me ha llegado y satisfecho tanto. Muy buen trabajo, sépalo usted. Oh, y un hallazgo ese título. Enhorabuena, distinguido señor Don.

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  3. El Asilvestrado19/9/10, 19:01

    ¡Qué buen relato! La ternura y el amor haciendo cuerpo único con la sordidez; completamente humano.Un modo de contar magnífico, sí señor. Felicidades

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  4. El Granjero21/9/10, 16:56

    El paralelismo que existe entre las salas de cine porno y las de cine-clubs es, en algunos aspectos tal, que parecen caminar hacia la convergencia: la desaparición.
    Me pregunto si no debiéramos unir fuerzas y recuperar esas sesiones dobles para que al lado de, por ejemplo, "Tiro en la cabeza" de Jaime Rosales, esté "La Follera Mayor" de Conrad Son.

    El Benja, muchacho sensible, y por tanto rarito, acabaría en la misma sala en la que descubrió que no le gustaban los polvos atléticos, viendo El Sabor de la Sandía.

    Don, veo que sigue usted en el buen camino; el de la perseverancia.

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  5. gallinariojana3/10/10, 19:29

    Plenamente de acuerdo con el señor Llon. De lo mejorcito de la cosecha. Aquí en La Rioja se lo han picoteado unos buenos amigos, provocandoles unos cacareos que sonaban a música celestial. ¡Enhorabuena!

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  6. Pues en principio todo está correcto. Veamos...

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  7. Sr Pollito , el blog admite entradas como demuestra este par de comentarios míos; debe tratarse de un problema ajeno al blog, o tal vez algo temporal (pruebe de nuevo ahora).
    Atentamente.

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