martes, 2 de octubre de 2012

Los Relatos de Don Wayne XXX


   A poco nos enteramos de que aquí, en Ladracanes, aprovechando exteriores y la Cueva del Tío Salomé, se iba a filmar una película de bandoleros. Los de aquí no estábamos acostumbrados a codearnos con gentes de ese pelo, que además no paraban de trajinar de un lado para otro.



30. Rodaje en la caverna 
       
   —Déjeme que haga memoria. La gente aquella, la de la película, debió de aterrizar por aquí a mediados de los cincuenta. Cuando ocurrió todo aquel barullo andaría yo por los nueve o los diez años, todavía iba al colegio, con el maestro Don Aurelio. ¿Ve usted ese edificio que está junto a la plaza?, por entonces hacía las veces de escuela. Los niños estudiábamos en la planta de arriba, allí, dónde se ve una fila de ventanas. Desde aquella atalaya, con la carita pegada a los vidrios, toda la chiquillería pudimos observar el cristo que se formó durante aquellos días. Hoy día, en Ladracanes, ya no tenemos escuela, los cuatro zagales que quedan se bajan a diario en autobús hasta el colegio comarcal de Tartales, a quince kilómetros de aquí. Pues eso, lo que le iba diciendo, allá por el año cincuenta y seis desembarcó en el pueblo una piara de forasteros: operarios, técnicos…, gente de fuera. De unos camiones muy vistosos apearon toda una panoplia de material que fueron almacenando y cubriendo con lonas en las traseras del ayuntamiento. Para poner en marcha aquel aparataje venían equipados con un par de grupos electrógenos que cuando arrancaban hacían un ruido infernal. La línea que suministraba corriente eléctrica al pueblo no hubiese dado abasto para tanto cachivache. A poco nos enteramos de que aquí, en Ladracanes, aprovechando exteriores y la Cueva del Tío Salomé, se iba a filmar una película de bandoleros. Los de aquí no estábamos acostumbrados a codearnos con gentes de ese pelo, que además no paraban de trajinar de un lado para otro. En cuanto teníamos un momento, grandes y chicos, nos apiñábamos intentando averiguar cómo se iba a montar todo aquel estarivel. Por puta novelería, usted ya me entiende. ¿Todavía no ha visitado usted la cueva? No deje de ir a verla, merece la pena, créame. La encontrará cerca, a menos de cien metros de la última casa. Hay un cartel que indica la senda. Es algo digno de ver, una gruta espectacular, con las bóvedas altísimas y mucho colgarajo calizo por el techo, un agujero que penetra profundamente en las entrañas de la tierra. Los de aquí decimos que esa caverna es como el coño de las peñas. Un coño enorme, oscuro y húmedo. Se decía que, según el guión, la Cueva de Tío Salomé iba a servir de escenario para ambientar la guarida de los bandidos. A lo que parece, el propósito de la productora consistía en rodar escenas en la boca de la caverna y en los montes aledaños. Días más tarde se dejaron caer por aquí el director y los actores. Por lo que nos explicaron, se iba a tratar de una película de aventuras patrióticas que se titularía “Orgullo y pasión”, o algo parecido. Los recién llegados eran todos hombres, algunos muy jóvenes. El que se suponía que iba a hacer de cabecilla de la partida era un tal Victorio Almira, el clásico galán de película española de aquellos años, habrá usted oído hablar de él. Había unos cuantos más que simulaban ser los soldados napoleónicos que, en la cinta, perseguían a los bandoleros que eran los buenos. En total docena y media de artistas del cine, tipos de lo más variopinto, que acabaron por poner en danza a todo el mujerío del pueblo. Se tomaron tan a pecho su papel de estrellas que llegaron a creerse que podían irrumpir en corral ajeno y empezar a gallear a su antojo y eso tampoco es así, usted ya me comprende. La mayoría tomó alojamiento en casas particulares, el resto se albergaba en unas caravanas que habían aparcado provisionalmente en la Campa Larga, junto al río. Cuando comenzaron con los rodajes andaban de aquí para allá, de la mañana a la noche, luciendo su gallarda figura de salteadores de caminos, con todo el atavío de pañuelos y calañeses de terciopelo a la cabeza, patillas en hacha, barba descuidada, fajas, jubones y botas de montar. Muy toreros vamos. Cuando menos lo esperabas se te aparecía uno montando a caballo por cualquier calleja, con el trabuco bajo el brazo. Entre los bandoleros y la tropa gabacha uniformada, llegó un momento en que el pueblo parecía un carnaval. La chiquillería contemplábamos todo aquel despliegue como alucinados. Pero quiénes de verdad quedaron deslumbradas fueron las hembras del pueblo, todas, las casaderas y las casadas. Cada día, terminado el rodaje, se bajaban para la cantina de la Juana, sacaban sillas a la calle y se quedaban de juerga hasta bien entrada la noche. Acabadas sus labores en la casa o en el campo, las mozas se aderezaban y se dejaban caer por la plaza con cualquier excusa. Algo debían de tener aquellos granujas porque con sus modales flamencos y su facha agitanada les nublaron el entendimiento. Algo inexplicable porque, dicho sea de paso, en Ladracanes siempre hubo y sigue habiendo machos como Dios manda, usted ya me entiende. Poco después se comentaba ya de tal o cual moza, que andaba enredando con alguno de los falsos proscritos. A renglón seguido se empezó a rumorear acerca de alguna jovenzuela que había sido sorprendida en brazos de uno de aquellos tipos magreando contra la tapia del cementerio. No doy nombres porque no quiero ofender y porque se trataba solo de rumores que los críos escuchábamos resbalar entre murmullos al amparo del zaguán. Al principio a nadie parecieron importarle estos deslices, ya se sabe, cosas de pánfilas, yerros de calentonas; pero lo cierto es que el ambiente se iba caldeando de un día para otro. La chispa del incendio vino a ponerla Nieves, la hija de Tío Viviano, gachí de muy buen ver, que pasaba por sensata, la tarde que apareció por el pórtico de la ermita mostrando al tal Victorio Almira las arquivoltas románicas y el otro, el muy fresco, arrimándose todo lo que podía. A Antonino “Malcorro”, el decano de los mozos, que llevaba tiempo pretendiendo cortejar a la moza, sin éxito, debió hervirle la hiel. A la mañana siguiente, mientras el equipo se encontraba rodando, un nutrido grupo de mozos hizo acto de presencia a la entrada de cueva. Los encabezaba Malcorro que, sin mediar palabra, se plantó delante del galán y le obsequió con tal hostia en mitad de la jeta que le dejó la nariz como una breva. Se suspendió el rodaje y la trifulca se traslado al centro del pueblo. Desde las ventanas del colegio, los niños fuimos testigos del tumulto. Al día siguiente aparecieron nuevamente los camiones, cargaron los bártulos y “los de la película” desaparecieron para siempre. En todos estos años nadie más se ha interesado por hacer una película en este pueblo. Y es una lástima, porque mira tú que esto es bonito...

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