jueves, 26 de noviembre de 2015

Relatos de Don Wayne XLIX

"Me estoy acordando ahora del año en que la nómina del belén fue completada con un soldadito de plomo, un confederado de la Guerra de Secesión norteamericana, personaje que rodilla en tierra apuntaba alevosamente su Colt contra el dromedario del rey Baltasar." 

EL BELÉN

Para Lourdes García Sánchez
        
Todos los años, cuando se aproximan estas fechas, es costumbre en el colegio poner un belén. Lo monta Santi. Santi es la profe de religión, es la única que se atreve. Debe ser que los del obispado la han persuadido para que complete con el belén su labor evangelizadora. Junto a una de las paredes del vestíbulo, la que está entrando a la derecha, entre la escalera que da acceso al piso de arriba y la puerta del retrete de  maestros, arrima media docena de mesas escolares y cubre la transitoria estructura con papel de envolver. Extiende luego sobre esa superficie montones de arena que ha recogido del patio de recreo. Ver esa arena haciendo de sustrato del belén me mí me produce cierta grima, no porque se trate de una arena pateada con saña por la chiquillería, que también, sino porque nuestro patio escolar es el lugar donde la mitad del censo de gatos de la localidad acuden para aliviarse y dar suelta a sus necesidades matutinas, deposiciones que luego disimulan meticulosamente amontonando arena con las patas. El Ayuntamiento repone de vez en cuando la arena que se pierde por el alcantarillado a causa de la escorrentía, pero, ahora mismo, no soy capaz de recordar la última vez que vi a los empleados municipales realizando esos trabajos; a estas alturas del curso, no me cabe ninguna duda de que la arenilla del patio es un territorio profusamente minado de excrementos felinos. Tampoco es mucho suponer que buena parte de esas cacas de minino acabaran contribuyendo a dar forma a las dunas de la maqueta que Santi modela en el vestíbulo.
La costumbre de los belenes escolares tiene su arraigo; siendo yo escolar en un pueblo del norte de España, allá por los años sesenta, también poníamos un portal en las Escuelas Nacionales, pero al menos ciertos maestros se tomaban la molestia de salir al campo a buscar musgo con el que tapizar el decorado. Recuerdo aquellas mañanas en que don Florentino se ponía a la cabeza de una piara de chavales y nos íbamos todos para las laderas de El Cinto en busca de musgos. Aquel era un día formidable, inmenso, de vacación gratuita, de esos que los alumnos esperábamos sedientos mirando el calendario. La climatología era lo de menos, a primeros de diciembre podía amanecer tanto una jornada deslumbrante como una de esas mañanas en las que la niebla se corta con cuchillo, la emoción era la misma. La recolección de líquenes y musgos era la excusa que nos permitía abandonar por un día el tedio de las aulas, corretear entre matas y escoberas, trepar a las peñas, llenar los bolsillos de fósiles, saciarnos con el agua recién brotada de Fuente Arenosa y, si la suerte nos era favorable, sorprender a algún pequeño reptil en su somnolencia invernal.
Se me ocurre a mí que, en este pueblo donde ahora presto servicio de maestro, viviendo como vivimos rodeados de bosques por los cuatro costados, doña Santi podía decidirse alguna vez a dar un día de asueto a los zagales y llevárselos al campo a buscar musgo como se ha hecho toda la vida. Los chavales se lo iban a agradecer eternamente, además el piso del pesebre escolar quedaría más pulcro, daría menos tirria. Aunque por otro lado, comprendo a la catequista, don Florentino fue maestro de pueblo hace más de cincuenta años, en aquella época te podías llevar una recua de muchachos al monte sin pedir permiso a nadie, y si a la vuelta devolvías alguno a su familia medio descalabrado no pasaba nada. Hoy las cosas han cambiado, eso ya no se puede hacer. Actualmente, sobre todo desde que los sistemas electrónicos y los medios digitales han irrumpido en las aulas los maestros y maestras tienen que justificar cada paso que dan. Si Santi decide salir fuera de las instalaciones escolares tendría que solicitar permiso al Servicio de Inspección Educativa mediante el formulario que la Consejería de Educación ha dispuesto al efecto en la Plataforma Rayuela. Para eso tendría antes que hablar con Francisco, el secretario del centro, y que este la habilite en dicha plataforma como “Coordinadora de  Actividad”. Luego estaría obligada a pasarse su buen rato tecleando ante la pantalla para cumplimentar el documento, datos, objetivos y justificación del proyecto, que básicamente consistiría en ir al monte a coger musgo, que a ver cómo encaja un inspector una cosa así en el complejo entramado de las Competencias Básicas. Después tendría que esperar varios días para que la Administración vise la salida y otorgue el visto bueno. A toro pasado estaría obligada a asentarse de nuevo ante la computadora para realizar una evaluación de la excursión, comentar las incidencias y poner fin a todo el trámite redactando una propuesta de mejora. Total que Santi se habrá desalentado, habrá decidido que mejor renunciar a unos cuantos cepellones de musgo con tal de ahorrarse tanto engorro, tanta burocracia inútil. Mejor la arena.
Por otro lado hay que pensar que la profe de religión no podría llevarse consigo a todos los alumnos y alumnas que hay matriculados en el cole, que son más de ciento veinte, tendría que elegir un curso, pongamos los de Tercero de Primaria y aquí surgirían los agravios, ¿porqué los de Tercero y no nosotros?, se preguntarían los de Quinto o los de Sexto. Un follón. Otra solución sería quedar con un grupo reducido, cuatro o cinco de los más mozos y responsables y salir  a dar un paseo por las afueras de la localidad antes de la merienda y asunto terminado. Pero claro hay que comprender que la profesora está casada y tiene hijos, no va a abandonar toda una tarde a su familia por la pamplina de los musgos.
A lo que iba, una vez montada la topografía del tipo subsahariano llega el momento de colocar las figuritas. La arquitectura y los personajes permanecen recluidos todo el año en “el almacén”, una suerte de cuarto oscuro utilizado para retirar de la vista todos aquellos enseres y estorbos que en las clases se utilizan poco o nada: mapas anticuados, archivadores, un esqueleto humano, imanes, cajas con plastilina, sistemas de pesas y medida, bloques de arcilla, colecciones de rocas y minerales, lupas, microscopios…, en fin, trastos en desuso. La catequista limpia el polvo acumulado por las cajas y procede a sacar de su confinamiento anual a los muñequitos: pastorcillos, reyes, corderos, dromedarios y estrellas, hasta desembalar un bebé rubicundo,  desproporcionadamente grande y con cara de adulto, un fenómeno tan chocante como inexplicable por tratarse de un recién nacido. La mayoría de las estatuillas presentan un estado deplorable, unas por sobadas y descoloridas, otras por desportilladas: ovejas sin pata, pavos sin cresta, lavanderas mancas, centinelas cochambrosos, chamizos en ruina, etc. Como las huestes del belén van menguando de año en año, algunas porque se pierden, otras porque se rompen y las habrá que abandonan el tablado por puro sonrojo, Santi insta a los críos para que traigan alguna de su casa para completar la plantilla, de manera que por el belén se van dispersando al tun tun figuritas de todos los tamaños, modelos y materiales de fabricación imaginables: pastorcillos casi enanos que se codean con ovejas exageradamente grandes, gallinas de barro junto a romanos de plástico, figuritas tradicionales, de esas de hace más de treinta años, que conviven con otras, fichadas en el mercado de los bazares chinos, horrorosamente pintadas de purpurina. Me estoy acordando ahora del año en que la nómina del belén fue completada con un soldadito de plomo, un confederado de la Guerra de Secesión norteamericana, personaje que rodilla en tierra apuntaba alevosamente su Colt contra el dromedario del rey Baltasar. En otra ocasión, la familia que se hospeda en el establo tuvo oportunidad de disfrutar durante todas las navidades de la presencia de un Playmobil, personaje imposible de identificar porque iba embozado tras un casco de motorista. Justo, mi compañero de ciclo, comentó con socarronería que debe ser que en nuestro nacimiento, a falta de angelitos, los mensajes celestiales llegan mediante un motero de Seur. Y eso por no hablar del pitufo bromista que se presentó ante el pesebre en compañía de los Reyes Magos portando una sospechosa caja de regalo. En fin, un batiburrillo heterogéneo y disparejo que causa espanto.  La última genialidad la tuvo el año pasado el padre de una alumna de Infantil que, con ánimo jocoso, completó el belén con un caganer, un escatológico pastor elegantemente adornado con barretina que, en postura acuclillada y el culo al aire, defeca graciosamente sobre las arenas del desierto. Estoy seguro de que, de buena gana, la maestra que imparte doctrina cristiana habría desterrado a este individuo del nacimiento, pero al final, para no ponerse a mal con ese padre, debe de haber pensado que mejor dejarlo ahí, medio escondido bajo una palmera de plástico, y que haga bulto. Por otro lado, esta es la figurilla más popular entre los críos, la primera que buscan, les hace mucha gracia. Contemplo estupefacto todo ese barullo y no puedo dejar de pensar que nuestro belén sería el candidato ideal para presentarse y ganar un premio a la extravagancia  o al eclecticismo.     
Paso por ahí en horario de recreo y observo como la catequista trajina entre cartones, bolsas y cubos de arena, intentando ordenar todo ese tinglado en una escenografía archiconocida, mustia y desangelada, nunca mejor dicho, y me da pena. Los que llevamos varios años en el colegio ya sabemos que el resultado final será desastroso, deprimente, de una pobreza sobrecogedora. Me conmueve ese esfuerzo, tan torpe como vano, por despertar la ilusión en el alma inocente de los niños. Estoy seguro de que la mayoría de nuestros alumnos y alumnas monta en sus casas, en compañía de sus padres, portales y arbolitos de luces mucho menos descorazonadores que este con el propósito de estimular el espíritu de ese timo de escala planetaria, de esa descomunal triquiñuela comercial, a la que llamamos espíritu navideño.
Al final, una semana antes de las vacaciones navideñas nos encontramos con que el belén queda instalado justo a la entrada del colegio, una farsa deslucida y anómala, un desafío al buen gusto, que hasta el regreso de las vacaciones hablará por todos nosotros y hará las veces de carta de presentación para todo aquel que se acerque al Colegio con el propósito de resolver algún asunto: el cartero, el municipal que trae la notificaciones del Ayuntamiento, la concejala del Consejo Escolar, los representantes de las editoriales, el viajante que promociona las Termomix, la de riesgos laborales, la monja que dirige el coro, el de los extintores, el técnico de la calefacción, los del sindicato, el informático del CEP o la propia inspectora de educación. A mí, me abochorna la idea de que a alguien le dé por establecer algún tipo de correlación entre ese espantajo y la calidad de la enseñanza que se imparte en el centro. No sería justo. En general, el profesorado de la escuela donde enseño se toma su trabajo muy en serio. El equipo directivo sujeta el timón con fuerza y mantiene en rumbo de la nave pese a los recortes y lo descabellado de las leyes educativas. 
La cosa es que llegada la última semana de noviembre el asunto del belén regresa de manera recurrente y a mí me preocupa. Existen tres opciones: A.- Plantear en Claustro la posibilidad de que, de una vez por todas,  no se vuelva a plantar el belén, apoyos no me iban a faltar. El caso es que tampoco quiero ser el aguafiestas de siempre, además, ya habría quién levantaría la voz para acusarme de intolerante. B.- Una segunda posibilidad sería sugerir que se destinen algunas perras del presupuesto general para la adquisición de un belén nuevo, digno y decente. Pero por ahí no quiero pasar, es una idea que entra en colisión con mis propias convicciones. No debo ser yo, precisamente, quién proponga la compra de este tipo de símbolos. C.- Callar y dejar las cosas como están. De momento me inclino por esta última. Se trata de una actitud pasiva, de acuerdo, pero ahora mismo la más eficaz para que la fe cristiana se desprestigie y se erosione por sí misma.    
Pues nada, que eso es lo que quería contar. Que si me he molestado en escribir todo esto y lo cuelgo luego en este blog es para que cuando alguno de los del CineClub, en vísperas de Navidad, se pase por mi cole con intención de pinchar en el tablón de anuncios uno de esos carteles con los que dais difusión a vuestros ciclos de películas, que sepa que puede darse de cara con un montaje que parece diseñado por Caifás. A mí no me vengáis luego con hostias, que estabais avisados.


  

5 comentarios:

  1. No deja de tener cierto encanto decadente ese belén; aunque ciertamente necesita una revisión: todos sabemos a estas alturas que los camellos, salvo excepciones, no tienen gibas y no vienen de Oriente, si no del Puente de San Lázaro.

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  2. No vea que entusiasmá me puse ar conocer la noticia de que anda ya usted gūeno. Veleahile que mi amiga Lourdes también lo celebra, que sé de cierto que la pobre andaba en ascuas de saber pa cuando se recompondría. Si no hay conserge en su cole ni nadie que me obstaculice el paso ya entraré yo en esa escuela para conocer er Belén, que ya me entró a mi la curiosidad.

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  3. Colas con la table, que el comentario anterior es de Pamplinas. Que el tal José María es mucho más rédicho.

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  4. Lourdes Garcia27/11/15, 21:21

    Hola Don Wayne, siempre me reconfortan sus relatos, y sobre todo esa manera tan oríginal de sacarle tres pies al gato, como ha hecho con la arena del patio escolar. ..

    En casa por Navidad siempre montábamos el Belén, para mi es de los recuerdos más bonitos que tengo de compartir con mi madre. En casa éramos nueve hermanos, y no era raro entre tantos chiquillos que no hubiera cristales de ventanas rotos, tazas de juegos de café sin asas, platos de cerámicas despostillados, puertas con señales de patadas, paredes rozadas... Pero curiosamente las figuras del Belén de barro, adquiridas cuando eran menos en casa, años de bonanza, estaban milagrosamente intactas.
    En casa con mi madre, diciembre trás diciembre montábamos el Belén en la habitación que está según entras a la derecha, hoy ocupada por un gran arcón donde guardamos las verduras del verano y la carne de cabrito y de ternera que compramos al por mayor, y por las bicicletas de Pilar, Clara y Enrique, y en los huecos que quedan por dos estanterías bilys repletas de libros de Enrique que jamás volverá a leer.

    Tal y como describe en su relato nosotras también llenábamos el suelo de la habitación con musgo, que crecía en los jotriles de la prensa de aceitunas, detrás de mí casa. También como Santi, la catequista de su colegio, que es el mismo que el mio, desembalábamos con esmero las figurillas y las íbamos colocando con mimo sobre el musgo. El Belén estaba completo con los personajes del misterio, reyes, pajes, buey, mula, gallinas, ovejas, puente, pozo, castillo de Héroes y los tres camellos que eran nuestras delicias, Jamás habíamos visto ninguno de verdad, y casi que ni en fotografía. De de pequeños no nos llevaban al zoo, no había documentales en la 2, ni en el cole se hablaba casi de animales, más que mucho de los corderillos y de los pajaritos que fueron liberados por San Antonio bendito. No recuerdo en mi Belén ningún hombre cagando.

    Yo disfrutaba de lo lindo montando el Belén, quizás son de los pocos recuerdos que tengo de compartir juego cooperativo con mi madre, siempre ocupada con hacer la comida, lavar la ropa en una precaria lavadora de bombo que había que estar pendiente de desaguar, atender a las que venían a comprar la leche, embasar el pimentón que coincidía en estas fechas, más ya se sabe, las labores propias de su sexo, barrer, planchar, fregar, coser, limpiar...
    Pero el tiempo de montar el Belén era bien respetado, por nochebuena vendrían los hermanos y hermanas mayores y les gustaba ver el Belén bien compuesto, el río se hacía con un papel de plata de los que envolvían el chocolate, el castillo de Herodes siempre al fondo, sobre un gran montículo de arena simulando el desierto, el portal de Belén se hacía con palos, y de techo usábamos las hojas de los pinos, imaginoaros que bonitos y protegidos quedaban allí el buey y la mula, al niño Jesús le renovábamos todos los años la paja de la cuna de las alpacas del ganado que había en Convento.
    Eran ratos mientras montábamos el escenario de charlas, de risas, de crear y sobre todo de compartir. Compartir la espera, la espera de la vuelta a casa de mis hermanos y hermanas los mayores, de compartir con mi madre la espera de la vuelta a casa de Pepe de la mili, Mangūe de Salamanca, Emy y Rosa María de Cáceres, Eugenia y Pilar de la escuela hogar de Jaraiz. Santiago, Jesús, mi padre, el abuelo Manolo y yo era los que quedábamos en casa. Eran tiempos de espera del regreso a casa de sus HIJOS.
    Gracias Don Wayne por devolverme tan entrañables recuerdos.

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  5. Pues sí, sigamos fomentando el espíritu de ese timo de escala planetaria, de esa descomunal triquiñuela comercial, a la que llamamos espíritu navideño, así nos va.

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