domingo, 15 de octubre de 2017

Relatos de Don Wayne. LII Verano indio

   Urdieron la parodia de haceros pasar por un equipo cinematográfico con el encargo de rodar un documental para la tele. Con el verano recién estrenado, el momento no podía ser más propicio, las celebraciones patronales rebrotaban por los pueblos como los hongos en un otoño húmedo... 




52. Verano indio

Los Luises nunca te llegaron a desvelar cómo se las habían apañado para dar con aquel endemoniado artilugio de hacer cine. Tú tampoco indagaste demasiado. Es posible que se toparan con él en la vieja casona de su abuelo, revolviendo en algún polvoriento desván del instituto dónde estudiaban bachillerato o, simplemente, rescataron el artefacto por cuatro perras del almacén de algún chamarilero. Conocías bien a la pareja, sabías que eran capaces de cualquier cosa. Luis Pedro y Ángel Luis eran hermanos. Pedro, el mayor, andaría por los diecinueve o veinte años aunque era un mocetón que aparentaba bastante más. Ángel, el pequeño, era de tu edad, ambos teníais diecisiete. Aunque vivíais en el mismo bloque vuestro abolengo era bien distinto. Ellos residían en uno de los pisos de la primera planta, una vivienda grande, con muchos cuartos, ventilada y bien iluminada, con balcones que daban a los plátanos de El Paseo. La familia de los Luises era propietaria de dos de las farmacias mejor situadas de la ciudad, una en la Gran Avenida y otra frente a la estatua de Ponce de León. Su familia se codeaba con lo más selecto de la aristocracia capitalina. Eran, como se decía entonces, dos “niños pera”: estudiaban, vestían ropa de marca, disfrutaban de un apartamento en Suances y abajo, en el garaje, guardaban un par de Montesas de trial con las que, de vez en cuando, se dedicaban a hacer piruetas en los cárcavos que había en las laderas de Monte Chico. 
Tu familia, en cambio, ocupaba un ático diminuto agazapado sobre la planta dieciocho del mismo edificio. Eras el hijo del portero. Tu paga semanal apenas si te daba para comprar unos tebeos e ir al cine un par de veces por semana. Sorprende por eso que desde niños, y a pesar de proceder de camadas tan distintas, alcanzaseis a congeniar de aquel modo. Los Luises eran dos hedonistas a los que, con tal de pasarlo bien, les traía al fresco el pedigrí de cada uno. Apreciaban tu compañía, durante años llegasteis a formar una terna compacta. Cuando salíais por ahí, Pedro y Ángel corrían con todos los gastos: el cine, los refrescos, el tabaco, los billares, la piscina o un local destinado al bailoteo juvenil conocido como “La Véctor”.   
Aburridos de las distracciones urbanas, del motocross y del tedio discotequero aspiraban a cosas nuevas.  El día en que la dichosa máquina cayó en sus manos decidieron que podríais pasarlo de vicio recorriendo las fiestas de los pueblos. Urdieron la parodia de haceros pasar por un equipo cinematográfico con el encargo de rodar un documental para la tele. Con el verano recién estrenado, el momento no podía ser más propicio, las celebraciones patronales rebrotaban por los pueblos como los hongos en un otoño húmedo. Decidisteis probar por San Fermín, fiesta mayor de Selmes. La idea era peregrina, imposible pronosticar el éxito que estabais a punto de cosechar.

La mañana de aquel domingo, convenientemente acicalados, os dejasteis caer por el pueblo a bordo del Dyane 6 color granate que, a modo de préstamo, os había cedido su hermana Paula. A la hora de los pasacalles quedó montada la máquina sobre el trípode bajo los soportales de la plaza, así dio comienzo el simulacro de rodaje. El cachivache no era más que una carcasa inútil, un objeto apto para un museo al que faltaban piezas indispensables; por otro lado desconocíais los rudimentos de funcionamiento de aquel trasto, eso sin contar con que carecía de rollo de película. Para dar mayor verosimilitud a la comedia Luis Pedro se encargaba de accionar la manivela que llevaba montada en un costado. Ángel, ataviado con camisa blanca, pajarita, chalequillo de punto y gorra de cuero solicitaba a los presentes que se hiciesen a un lado para poder filmar sin estorbos el paso de gigantes y cabezudos. Por increíble que parezca aquellas buenas gentes se tomaron en serio la patraña. La noticia recorrió las calles como un reguero de pólvora, pasada una hora ya se comentaba por el villorrio que “los del cine” estaban rodando los festejos.
Guardabais la cámara en el maletero cuando un paisano ataviado con delantal salió de una taberna y os invitó a una ración de jamón y unos botellines. Acabáis de superar lo previsible. Regresasteis a casa ebrios de euforia.
Pocos días después, en Río Cubas, homenajeaban a la Virgen del Carmen. “No nos la podemos perder —sentenció Pedro—, tienen organizada una tirada al plato”. El 16 por la mañana, casi sin desayunar, cargasteis los trebejos en el 2CV y enfilasteis para el pueblo. Para dar mayor verosimilitud al simulacro, los Luises, se habían armado de una grabadora con micrófono. Cruzabais el puente sobre el río cuando comenzaron a escucharse los primeros cohetes. Ese día descubriste que los escopeteros, ataviados con toda su parafernalia de viseras, chalecos color caqui, canana a la cintura y repetidora bajo el brazo son gente con inclinación a sentirse especialmente fotogénica. Enseguida comenzaron a desfilar frente a la “filmadora” instalada detrás del puesto de tiro. En vejete que oficiaba de alguacil se encargaba de aventar a la curiosa y endomingada chiquillería que se empeñaba en entorpecer vuestro trabajo.
Concluido el protocolario acto de entrega de trofeos, mientras un grupo folklórico entretenía a la parroquia trazando círculos sobre la hierba de la era, se os acercó ufano el campeón. Quedaba claro que el fulano andaba buscando su momento de gloria, había que improvisar sobre la marcha. Rodeados del gentío, frente a la cámara y micrófono en mano, Ángel procedió a entrevistarle guardando una asombrosa compostura. El individuo en cuestión era un palurdo con aspecto de bulldog, un fanfarrón obeso, de rostro enrojecido rematado por una mata de pelo rubio, alborotado y reseco como paja. Más tarde os enteraríais de que, debido al tono encarnado de su cara, por la comarca era conocido como “El Caperucito”. Sentirse el centro de atención de toda aquella algarabía debió desatarle la lengua, habló de todo: las características de su escopeta, el calibre de la munición empleada, otros trofeos obtenidos, modo de empuñar el arma para mantener la postura de tiro (hizo una demostración frente a la cámara)… Ángel Luis improvisaba las preguntas dejando que el cazador se recrease en los detalles. La entrevista finalizó cuando Luis Pedro hizo una seña para indicar que había que apurar, que “nos estábamos quedando sin película”. El personaje se interesó acerca de cuándo y dónde estaba previsto el estreno del documental. Ángel salió del paso explicándole que todo dependía ciertos aspectos de montaje y posproducción y de que la Diputación Provincial, que era la institución que financiaba el proyecto, no se retrasase en los pagos. Aquel majadero se despidió convencido de su papel estelar en la película. Antes nos convidó a una generosa bandeja de gambas y calamares bien regados de cerveza.         
Los éxitos cosechados en Sesmes y en Río Cubas os empujaron a continuar con el periplo cinematográfico por otros pueblos de la geografía provincial. Por Ribaranas aterrizasteis con el propósito de “grabar” la XIII Jornada de Exaltación del Cangrejo de Río con la que se pretendía agasajar a locales y forasteros por Santiago. En Seismarías, por San Ignacio, os recibieron con los brazos abiertos cuando se enteraron que llegabais con el encargo de inmortalizar las Rondas al Santo. Debes reconocer que quedaste deslumbrado ente el espectáculo de fervor y júbilo popular que rodeaba la entrada del Santo a la ermita románica toda engalanada con flores de papel y banderitas de colores…Ese pueblo lo recuerdas bien. Fue en la verbena de Siesmarías donde conociste a Menchi y sus amigas. Menchi, aquel regalo de ojos grandísimos, labios carnosos y melena como la seda. Pasasteis juntos casi toda la noche mirando el estrellado cielo de julio, abrazados junto a un montón de balas de forraje para el ganado. Menchi…    

“Filmabais” lo imprescindible, realizabais entrevista pública al pescador más notable, a la cocinera más sobresaliente o al jugador de bolos más meritorio, para acabar siendo agasajados en todas partes, comiendo, bebiendo y fumando por el morro. Es increíble, hasta que uno no lo ve no alcanza a imaginar lo que la gente es capaz de hacer con tal de ponerse delante de una cámara o contar con el favor de un cineasta… ¿Qué tendrá esa dichosa profesión?
A mediados de agosto trasteabais a las puertas del Teleclub de Ubierna registrando las embestidas del “Toro Soltao” cuando se os acercó por retaguardia el párroco local, un curita con pinta de teólogo liberador que vestía sin sotana. Se presentó y entretuvo un rato interesándose por vuestro trabajo. Luego de inspeccionar atentamente la filmadora te soltó una palmadita cómplice en el hombro.
— ¿De modo que una película documental para Diputación, eh? Estáis vosotros hechos buenos alicates.
El comentario te dejó pálido. Aquel espabilado había descubierto la pantomima. Observaste de reojo como se acercaba al alcalde, le susurraba algo al oído y ambos reían a hurtadillas meneando la cabeza. Al poco se os acercó la camarera del hostal con una tortilla, ensalada pipirrana y una bota de vino. Desde la distancia, el cura y el regidor municipal levantaron su vaso proponiendo un brindis.   
A eso de la una, tras la estela de polvo dejada por paso de los bóvidos, a penas tuvisteis tiempo de reconocer una figura que, a trote y resoplando como un búfalo, se acercaba enfurecida. El “Caperucito”, el escopetero de cara colorada al que habíais entrevistado en Río Cubas, envistió como un bisonte:
— ¡Os voy a partir la cara, hijos de puta, a mí nadie me toca los cojones, si queréis chotearos de alguien vais a buscar a vuestra puta madre!
No tuvisteis tiempo para reaccionar. De un solo manotazo, aquel bisonte os separó de la máquina. Una sola coz, montaraz y labriega, le bastó para estampar el “equipo de rodaje” contra el muro más cercano. Con un estertor atroz, la vieja cámara de cine cayó despatarrada en medio de la acera. Luego arremetió contra el mayor de los Luises, le sujetó por el cuello y empujó contra las cartolas de un remolque… La providencial intervención del cabo de la Benemérita os puso a salvo de recibir una granizada de guantazos… 

Poco más se dilataron tus aventuras con los Luises. En octubre tu padre fue contratado como ayudante por un conocido taxidermista de la ciudad. La familia abandonó la portería para mudaros a un modesto piso en una barriada obrera de la periferia. Hacía tiempo que te pesaban los libros, abandonaste los pupitres para buscar empleo en una empresa de mudanzas. En poco tiempo te habías forjado nuevas amistades, la Menchi pasó al territorio del olvido, te echaste novia nueva, dejaste de ver a los viejos camaradas. Por lo que sabes estudiaron carrera con éxito. Luis Pedro trabaja de ingeniero en la central térmica de Carboneras. Ángel Luis es gerente en una empresa de productos lácteos en Leganés.  
Aprendiste mucho en compañía de los Luises, jóvenes favorecidos por la fortuna, a los que nada en esta vida provocaba el pánico. Con su frescor y su desenvoltura te quitaron el chupete y te enjuagaron las legañas. Ambos hermanos cargaron sobre sus espaldas con la tarea de retirar de tus ojos la venda inocente de la infancia. Han pasado cuarenta años, el recuerdo de aquel verano de 1978 te transporta, como en un sueño, hacia un país y un tiempo en que los inteligentes se veían obligados a coexistir con los estúpidos, los tolerantes con los energúmenos, los ingenuos con los maliciosos, los generosos con los depredadores, los humildes y pacíficos con la cólera del prepotente, los afables con los puercoespines, los sabios con los ignorantes, los crédulos con los escépticos, los vergonzosos con los desvergonzados, los musicales con los roncadores… Una amalgama de gentes de toda clase y condición condenadas a coexistir en una sociedad que hacía lo que podía por entenderse y salir adelante a la vez que trataba de zafarse de una cultura asentada en la intransigencia y el sectarismo. Así eran las cosas entonces…, más o menos como ahora.




1 comentario:

  1. Pollo Escaldao15/10/17, 13:27

    En eso consiste exactamente el "gatopardismo", en cambiar todo para que nada cambie. La desesperanza flagela a aquellos ilusos que llegamos a creer que el camino hacia la democracia y la justicia social eran caminos sin retorno.

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