jueves, 9 de septiembre de 2010

Relatos de Don Wayne IX

         El mayor espectáculo del mundo

Sin esperar a que el fuego de la admiración y los aplausos se extinga, gira sobre sí misma y dando una rápida voltereta hacia atrás se sitúa junto a los zapatos y toma la mano de Nandor. Luego, ya de espaldas, con sugerente ritmo encamina su cuerpo semidesnudo hacia “le rideau”, para desaparecer, en un instante de gloria, arropada por silbidos de admiración y miradas golosas.

El mayor espectáculo del mundo


      – Y a continuación, señoras y señores, querido público, para poner el broche de oro a su brillante actuación, Miss Divina se dispone a presentar un ejercicio de su propia creación.
Divina, ayudada por Nandor, su partenaire, desprende la cola de su vestido de estilo flamenco dejando expuesto a las miradas del público un cuerpo alargado y esbelto, cubierto tan solo con un escueto y sugerente bikini de lentejuelas en color esmeralda y lila, unos guantes de tul que se extienden hasta casi alcanzar el codo y una parpadeante cadena plateada que abraza su tobillo izquierdo. Desciende de sus zapatos de tacón alto y, caminando descalza sobre la lona circular que cubre la pista, se dirige hacia el pequeño atril donde esperan sus aparatos. Algunos restos de serrín se clavan en la planta de sus pies haciendo incómodo el corto desplazamiento.
   Toma una pequeña daga de empuñadura acolchada, engastada en diminutos cristales de color turquesa, sucedáneo barato de piedras preciosas, y una larga espada de hoja brillante como el acero, pero en realidad de una calamina que la hace muy ligera.
   Luego se encamina nuevamente hacia el centro de la pista y una vez allí simula comprobar los anclajes de la escalera metálica que, con la ayuda de dos mozos de pista, Nandor había fijado en ese lugar cuando Mister Kervis y sus Perritos Imitadores acabaron su número y se encontraban aún saludando al público.
   Una vez frente a la escalera, congela su movimiento durante unos instantes, en actitud concentrada mira hacia lo alto, apenas el tiempo necesario para que el presentador, atrincherado tras el micrófono, indique en un tono excesivamente pedagógico:
- Dada la extraordinaria dificultad del ejercicio, rogamos al distinguido público guarde el máximo de silencio.
Se trata en realidad de un pequeño truco para captar la atención y dar mayor emoción a un número que Divina lleva repitiendo desde los catorce años y que domina hasta el aburrimiento.
   Cuando observa que entre los palcos y gradas reina el silencio, Divina, con gesto solemne, introduce en su boca la empuñadura del cuchillo y a continuación, con gran cuidado, levanta la espada hasta dejarlos apoyados, punta con punta, en la pequeña muesca que se encuentra labrada en el extremo de aquel.
   Una vez conseguido el equilibrio, sitúa con elegancia los brazos hacia atrás y con la gran espada suspendida sobre su cuerpo camina hacia la escalera. Lentamente, tutelada por el redoble enlatado de un imaginario tambor, comienza la ascensión, demorándose en cada peldaño, en actitud de extremar las precauciones, la punta de la espada mirando amenazante hacia su pecho. Tan sólo alguna tos se atreve a romper el silencio.
   Pausadamente, sin vacilar, escala la docena de peldaños que conoce de memoria, al llegar a lo alto se detiene y simula un instante de duda, luego pasa las piernas sobre el último barrote y comienza un lento descenso por el otro lado. A medida que desciende su atención se pierde en las minúsculas partículas de polvo que mosquean al contraluz de los focos. En apenas unos segundos toca de nuevo el tapete y sus manos se adelantan para tomar una espada que se había quedado dormida en su equilibrio. Extrae también el puñal de su boca.
– ¡Sííííííí! –vocifera el presentador– ¡Conseguido!
Los aplausos anegan el interior de la carpa.
–¡Magistral! ¡Única! ¡Arrebatadora! Nuestra equilibrista con espadas y puñales, ¡Miiiiiiss Diiiivina! –enfatizará de nuevo el presentador.
   Ella entrega los aparatos al mozo de pista que se ha situado a su izquierda y adelantándose hacia los espectadores saluda, primero hacia el centro de la grada, después a la derecha y por fin a la izquierda. Algunas personas entre el público se han puesto de pie y aplauden rabiosamente. Divina agradece esas muestras de satisfacción con una sugestiva sonrisa, mientras coloca sus piernas, su cuerpo, sus brazos y sus manos en una estudiada actitud de muñeca de porcelana.
   Sin esperar a que el fuego de la admiración y los aplausos se extinga, gira sobre sí misma y dando una rápida voltereta hacia atrás se sitúa junto a los zapatos y toma la mano de Nandor, que la asiste mientras se calza. Luego, ya de espaldas, con sugerente ritmo encamina su cuerpo semidesnudo hacia “le rideau”, para desaparecer, en un instante de gloria, arropada por silbidos de admiración y miradas golosas.

   Silenciosa. Frente al espejo que iluminan con esfuerzo un par de bombillas anémicas, sentada en una desarticulada silla playera, Divina se desmaquilla con gesto de fastidio.
   A medida que el copo de algodón arrastra con desgana el carmín de labios, el colorete, la pintura de ojos..., va desapareciendo el rostro de la vedette, deja paso al rostro de la mujer, de la esposa, de la madre. Y con la máscara de maquillaje se elimina también la sonrisa seductora e insinuante, para franquear el camino a la mueca desabrida de la boca.
   Retira las exageradas pestañas y de un violento tirón se quita la larga melena postiza de negrísimos bucles, devuelve al espejo una cabeza de pelo corto, en la que no es difícil identificar las prematuras canas de los treinta y cinco años.
   Se van las lentejuelas, los anillos, los zarcillos dorados, las pulseras y tobilleras, son desterrados al interior de un cajón en el que recobran su escaso valor de joyas de mercería. Se saca los guantes de tul para que puedan respirar unas manos erosionadas a fuerza de fregar vajilla, de dar papillas, de cambiar pañales, de conducir una autocaravana por las tortuosas carreteras que serpentean la geografía caprichosa de un mundo ajeno, siempre tras la estela del camión de los elefantes conducido por Nandor.
   Al desprenderse de las medias de red, como animal que muda o como camaleón que cambia de escenario, la piel de sus piernas destiñe a un color pálido, propio de las personas que han frecuentado poco el territorio de las vacaciones y las playas. Se va la exuberante diosa gitana y regresa al espejo la Divina doméstica.
   Calzada con unos zuecos de gruesa suela de madera y cubierta con una bata, abandona el camión-camerino. Todavía, en la puerta, recibe el empujón de dos jóvenes que entran precipitadamente para cambiarse de ropa. Responde en una lengua extranjera, con una frase de afilado contenido genital. Luego desciende al asfalto y atravesando un terreno desigual, minado de socavones y tabones de arcilla reseca, se encamina a su caravana.


   En las horas que preceden a la noche la pequeña Giada, de apenas un año, berrea incansable sentada en un rincón del sofá, mientras su madre se ocupa de las otras tareas cotidianas. En la caravana de al lado, los gemelos, liberados por fin de la obligación de custodiar a la hermana pequeña, juegan con un aparato electrónico frente a la pantalla de un televisor, entre desacuerdos y protestas.
– ¡Ives, Ivan, parad al menos un momento, por favor! –les reprende a voces, mecánicamente, a través de la ventana.
   Los niños parecen insensibles al ruego de su madre. Divina deja escapar una exclamación malhumorada.
   Nandor regresa a la caravana para cenar precipitadamente cualquier cosa. Apenas tienen el tiempo ni el apetito suficiente para el diálogo, solamente las palabras imprescindibles para informar a su compañera de que la última función ha sido suspendida por falta de público, y enseguida abandona el reducido espacio de la vivienda para incorporarse a las operaciones de desmontaje del chapiteau.
   De nuevo en soledad, Divina se sobrepone a la fatiga para acabar de dar la cena a la pequeña Giada y acostarla pronto. Mañana es día de viaje, todos tendrán que madrugar.
   Unos inesperados golpes en la puerta de la caravana la sacan de sus divagaciones. No espera a nadie, probablemente algún artista o empleado necesitará algo o deseará transmitirle un recado. Al abrir con despreocupación, su mirada tropieza con un enorme ramo de flores, tras el cual se parapeta un desconocido, hombre de mediana edad, traje elegante, corbata, calva incipiente, gafas, sonrisa amable.
– Buenas noches. Por favor, me han indicado que una de estas caravanas es la vivienda de Miss Divina.
– Así es. ¿Qué desea usted?
– ¿Sería tan amable de informarle de que hay una persona que desea verla?
En un instante de turbación Divina es consciente de que no ha sido reconocida. No es fácil descubrir a la gran artista, a la magnífica gitana, a la asombrosa equilibrista, tras este rostro desprovisto de maquillaje, tras este cuerpo sin adornos de pedrería, tras esta bata, tras estas zapatillas de andar por casa, tras esta actitud de mujer fatigada, devastada por la rutina y el desencanto, resignada a la derrota.
Es necesario improvisar una rápida excusa.
– Lo lamento, pero la señorita Divina no se encuentra en casa en este momento, ha salido a cenar con unos conocidos al terminar la función.
Puede leer una cierta decepción en el rostro del hombre.
– Le ruego que le haga llegar este ramo de flores junto con la expresión de mi más sincera admiración. Hágale saber que durante sus días de estancia en la ciudad he acudido a presenciar su actuación varias veces. Me ha impresionado muchísimo.
Alarga el ramo y lo deposita en brazos de la artista. El admirador da las gracias y se retira caminando con dificultad entre los montones de utillaje: desmadejados rollos de cables y cuerdas, lonas, clavos, focos y jaulas que empiezan a ser recogidos por los empleados. Desde la puerta abierta de la caravana, mientras respira el olor agresivo de los grandes felinos, Divina contempla como el hombre se aleja, rodeado de las voces e imprecaciones que intentan ordenar el trabajo, del entrechocar de las tablas de la grada al ser apiladas, del eco de la estiba en los camiones, del barritar de los paquidermos en su titánico esfuerzo por ascender al interior de los remolques.

Ilustración de Isabel Hermosell. Clic para ampliar.



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