sábado, 11 de septiembre de 2010

Relatos de Don Wayne X

         Rin-Tin-Tin

(...) pasaba la jornada recorriendo el pueblo al acaso, lampando lo que podía en comederos ajenos o en busca de algún currusco de pan extraviado, se espulgaba a dentelladas bajo el pórtico de la ermita, se lamía las escoceduras (...). Cuando venteaba algún celo cerca, se afanaba en amorosos doñeos con las perras del vecindario, normalmente para acabar involucrado en un ceremonial que incluía conatos de coyunda y airadas trifulcas con otros competidores.

Rin-Tin-Tin



La palabra perro es fiel como la palabra amigo,
hermosa como la palabra estrella,
necesaria como la palabra martillo.

   Juan Carlos Mestre, La casa roja



   La gran desdicha en la vida de Sol fue su dueño.
   Llegó a Rabiacanes siendo todavía un gozquecillo asustado, de cuerpo rechoncho y tibio, hocico chato y movimientos torpes. Donato lo acababa de comprar con el propósito de practicar las habilidades cinegéticas; animado por ciertas amistades, había decidido hacerse cazador en sus contados ratos de ocio.
   Pronto se fue familiarizando con la aspereza de las gentes y las calles despobladas. Creció siendo un lindo perrillo de raza pointer, blanco y avellana, que necesitó aprender a sortear la arrogancia de los gatos y la prepotencia de unos mastines que lo miraban como a un intruso, acosándolo y haciéndole imposible la vida.
   Desde el principio, Donato le trató con indolencia. Alguna vez llegaron a patear los barbechos en busca de codornices. Pero un perro no nace cazando, el dueño debe ocuparse de adiestrarlo utilizando la paciencia y los estímulos adecuados; solo así el can puede comprender los principios básicos de las artes de Diana. El cazador y su segundo han de establecer unas líneas de complicidad y entendimiento elementales. Sol cayó pronto en la cuenta de que su patrón no reunía las cualidades necesarias para instruirle en la tarea. Aquel tipo era un garrulo de gatillo suelto y ojo miope. Acabó por cogerle miedo el día en que el vuelo rasante de una nutrida perdigonada paso mordiendo muy cerca de su lomo. Tras el siguiente período de veda, Donato desistió de la caza, “tengo mucha faena y me falta tiempo: las fincas, el huerto, las ovejas, las colmenas...” comentaba para justificarse. Inconstante por naturaleza, dejó de lado las veleidades cinegéticas a la vez que se iba desentendiendo de un perro que, finalmente, acabó abandonado a su suerte.
   Una funesta tarde, mientras Sol sesteaba plácidamente a la sombra de un remolque, Donato tuvo la desafortunada idea de maniobrar marcha atrás con el tractor. Lo hizo sin mirar, sin alertar al chucho. Al momento, sus cuartos traseros quedaron apresados entre el caucho y el asfalto. Los gañidos de Sol hicieron recordar a Donato que tenía perro. Volvió a adelantar el vehículo y con una blasfemia encendida junto al farias que malsujetaba en la boca se quedó mirando al desgraciado que entre aúllos lastimeros se arrastraba en el intento de alejarse del doloroso pisotón. La primera intención fue la de rematarlo allí mismo, pero algo debió ver en los ojos implorantes de la desgraciada bestia por que con ayuda de José, el panadero, cargaron aquel cuerpo exánime sobre una carretilla para trasladarlo hasta la cuadra, depositándolo maltrecho sobre una pila de sacos.
   Al cabo de pocas semanas el instinto de supervivencia había impuesto sus leyes sobre la fatalidad. Cuando pudo incorporarse, el desgraciado Sol entendió que había quedado lisiado para siempre. Tuvo que aprender a caminar de nuevo, pero la rehabilitación nunca fue completa y la secuela de aquella distracción fue un perro tullido, definitivamente incapacitado para la caza, con las patas traseras dislocadas, exageradamente abiertas y un modo de caminar asimétrico, patoso y despatarrado, que le hacía ir dando saltitos de lado.
   Los años que siguieron fueron de desidia y abandono. Obediente con los principios de la fidelidad canina, Sol jamás abandonó a su dueño, pero fue languideciendo hasta devenir en un perro envejecido y flacuchento, un fardo de piel y huesos, con el rabo pelado, las orejas raídas a causa de las vejeras y las heladas invernales y un cuerpo estragado en el que medraban los parásitos, las escoceduras y las bubas. Un desarrapado que vagabundeaba por los vericuetos de Rabiacanes sin hogar ni cama fijos.


   Llevaban días dando la lata por la casa con el dichoso antojo del perro, capricho al que los padres se habían negado rotunda y definitivamente. El empeño de las niñas venía desde la fecha en que en vieron al célebre cabo Rusty recorrer las praderas del oeste americano desde un puesto de caballería, en compañía de su inteligente y bravo pastor ovejero alemán. Aquellas semanas coincidieron con la época de la mudanza. La joven familia, desencantada por las dificultades de la vida en la ciudad, retornaba al pueblo para hacerse cargo de la panadería de los padres. José, vencido por el peso de los costales, cansado de madrugar, amasar, hornear y repartir durante años, se jubilaba. Eloy, el hijo, y Agustina, la nuera, habían decidido continuar con el negocio familiar en Rabiacanes.
   El desembarco de la familia en la aldea fue para el perro un acontecimiento providencial. Dormitaba enroscado al calor íntimo de un montón de hojas de nogal, cuando sintió retumbar sobre la gravilla el peso de una furgoneta bien cargada que fue a detenerse junto a la fachada donde se encontraba el horno. El normal alboroto familiar le hizo levantar perezosamente la cabeza. Mientras José y su esposa ayudaban a poner en tierra las maletas y otros bultos, del vehículo se apearon tres niñas como tres soles: la Nuria, la Carmencita y la Goretti: cuatro, seis y ocho años respectivamente. Inmediatamente la luz del instinto debió de hablarle al oído porque, sin pensárselo dos veces, se levantó, se sacudió con prisa el polvo de la calle y meneando el rabo jubilosamente, se encaminó hacia el portón de la panadería con aquel trotecillo desatornillado.
   Al verlo aparecer tan bien dispuesto, las tres hermanitas festejaron su llegada gritando: ¡Rin-Tin-Tin!, ¡Rin-Tin-Tin!, ¡Rin-Tin-Tin! Cosas de la ingenuidad infantil que a menudo no es capaz de percibir bien las diferencias entre una estrella de Hollywood y su humilde sosías de carne y hueso. El hecho es que comenzaron a atusar la cabeza del bicho y a darle palmadas en la grupa ante la desconfianza de una madre que miraba con recelo a aquel can desastrado que rabeaba amistoso describiendo círculos entre las piernas de los adultos y las falditas primorosas de las niñas.
   Fue entonces cuando las tres chiquillas y el perro intimaron de tal modo que quedó establecido un inexplicable vínculo que cambiaría la vida de los cuatro para siempre. A partir de entonces, las muchachitas insistieron de tal modo con el nuevo apodo que pronto nadie pareció acordarse ya del nombre de pila original, de manera que pasó a ser definitivamente identificado por el alias: “Rin-Tin-Tin”. El animal se enamoró como un perdido de las niñas y pasó de llevar una vida desafortunada, ociosa y displicente a desvivirse constantemente por las crías, involucrándose por voluntad propia en la tarea de acompañarlas allí donde iban. Dicho de otra manera, se convirtió en su ángel custodio. Por su parte, las nietas de José mudaron de llevar una vida urbana monótona e insulsa, del piso al colegio, del colegio al parque, del parque al piso, a verse inmersas en la exuberancia de la vida rural, escoltadas por aquello que llevaban tanto tiempo anhelando: un perro despierto y bravo. Aliadas con aquel desmañado de zancada excéntrica, Goretti, Carmencita y Nuria llegaron a sentirse como tres cabos Rusty capaces de arrostrar los desafíos que la nueva geografía plantaba ante sus vidas.


   El perro tardó poco en hacerse experto en horarios. Muy de mañana se encontraba merodeando cerca de la casa. Sin franquear el umbral del zaguán aguardaba la salida de las hermanas y las seguía brioso por las calles hasta llegar a la Casa Concejo, lugar donde tenía su parada el autobús del transporte escolar.
   En ausencia de unas escolares que se aplicaban en la escuela comarcal, Rin-Tin-Tin  pasaba la jornada recorriendo el pueblo al acaso, lampando lo que podía en comederos ajenos o en busca de algún currusco de pan extraviado, se espulgaba a dentelladas bajo el pórtico de la ermita, se lamía las escoceduras o buscaba la compañía de su dueño. Donato cavaba las patatas mientras él holgazaneaba junto al muro calizo del huerto exhibiendo al sol unos enormes y pelados atributos de macho perruno que asomaban entre las dislocadas patas traseras. Cuando venteaba algún celo cerca, se afanaba en amorosos doñeos con las perras del vecindario, normalmente para acabar involucrado en un ceremonial que incluía conatos de coyunda y airadas trifulcas con otros competidores. Rin-Tin-Tin no se acobardaba, pero habida cuenta de sus notables limitaciones, no era raro que saliese malparado de este tipo de escaramuzas.
   A media tarde, minutos antes de que el autobús escolar devolviese a las zagalas a la vida cadenciosa del pueblo, se le veía ya rondar cerca de la parada. En las tardes soleadas, cuando las niñas salían a jugar con sus muñecas o su comba junto al pilón de la fuente, se apostaba bien cerca y, con mirada fiera, mantenía alejada de los bocadillos de jamón o de nocilla a la glotonería de los cachorros de la mastina, congéneres con los que desde antiguo sostenía una solapada enemistad.
   Durante la primavera y el verano, cuando las muchachas decidían ir a los prados en busca de flores, mariquitas o mariposas, correteaba alrededor, mostrándose implacable con las culebras bastardas que, de no retirarse a tiempo del camino, acababan zarandeadas entre sus melladas fauces para ser lanzadas por la fuerza a la cuneta. Con su ladrar gangoso y desaforado mantenía alejadas a las vacas desconfiadas y malmirantes que pastaban cerca del sendero. No era raro que en su camino se cruzasen con algún senderista desconocido. En esos casos Rin-Tin-Tin se pegaba mucho a las chavalas, levantaba los belfos para mostrar la mandíbula y dejando escapar gruñidos sordos y broncos advertía al extraño de las consecuencias que tendría cualquier gesto avieso contra sus pupilas.
   Otras tardes bajaban con la madre al molino de “La Ceña” para disfrutar del frescor del río y la sombra de los alisos. En esas ocasiones, Rin-Tin-Tin se adelantaba enfilando cuesta abajo con andar destartalado para esperarlas en el puente. Al llegar, las niñas arrojaban palos al agua y azuzaban al perro que gozoso se zambullía de un salto en pozos y corrientes en busca de las ramas. Las risas y los gritos de las niñas le excitaban de tal modo que remaba de un lado para otro en busca de cualquier objeto a flote, asomando el hocico y resoplando con el aspecto de una nutria grande y orejuda. Cuando no encontraba nada a flote, buceaba hacia el fondo hasta logar agarrar entre las fauces alguna piedra de tamaño regular que sacaba hasta la orilla, depositándola satisfecho a los pies de las muchachitas, que recibían el presente con regocijo. Después, mientras la madre y sus hijas jugaban cerca del cuérnago, la fatiga le llevaba a despatarrarse entre los juntos, y allí se dormía escuchando el canto del agua al caer por la represa, respirando el aire embalsamado de la tarde.
   Se acostumbró a pasar las noches durmiendo en la acera de la calle, protegiéndose como podía de la lluvia y el relente bajo el balcón de madera. Ciertas noches en que alguna de las chiquillas sollozaba entre pesadillas o lloraba por encontrarse enferma, la vecindad de Rabiacanes podía escuchar como los lastimeros aullidos de Rin-Tin-Tin se clavaban en la oscuridad de la noche.
   Una mañana de domingo, mientras el padre faenaba en el obrador y la madre despachaba las hogazas a la parroquia, las tres hermanas, sin avisar, decidieron bajar solas al río en busca de renacuajos. Trajinaban por la orilla cuando Nuria perdió pié y se fue de bruces a la poza. Entre gritos y llantos las hermanas mayores intentaban socorrerla alargando los brazos. Un oculto resorte catapultó a Rin-Tin-Tin camino del pueblo; espoleado por el pánico, como una exhalación, cruzó el puente, subió la cuesta y se plantó ante la puerta de la panadería ladrando la urgencia de un modo imperioso y sobrecogedor.
―Algo le pasa a ese perro― aseguró Juliana, la “Cansalibres”.
Agustina se quedó muda al instante, las manos detenidas sobre el delantal.
―¡Las niñas!― exclamo al momento aterrada.
Al verla asomar al postigo, Rin-Tin-Tin salió disparado como una bala trazadora, indicando el camino. La mujer corría detrás desesperada. Cuando llegaron al lugar donde se encontraban las chiquillas, Nuria se encontraba ya fuera del agua: toda empapada, lloriqueaba mientras sus hermanas hacían lo posible por consolarla. A partir de aquel día Rin-Tin-Tin obtuvo cobijo permanente bajo el alpendre donde se guardaba la leña, las sobras de la comida nunca más fueron a parar a la basura y Agustina jamás volvió a mirar al perro con recelo…


   El quince de mayo, día de San Isidro, era fiesta en Rabiacanes. Amaneció con el cielo despejado y un sol solemne que pregonaba la llegada del buen tiempo. En el atrio de la ermita se iba reuniendo, bullicioso, el vecindario. Los dulzaineros enredaban sus trovas entre las hojas de los avellanos. Los cohetes habían despoblado el aire de vencejos. Eloy y Agustina salieron de la casa en compañía de sus hijas camino del festejo. Al pasar por la Calleja del Malpiés apareció de frente Donato camino de la huerta. Venía equipado con buzo de faena, una astrosa bisera de tela, el azadón al hombro y en la boca aquel farias con aspecto de momia refumada que llevaba transportando entre los labios varios lustros. Como tantas otras veces, la figura descarnada de Sol caminaba a su lado meneando la cola con aquel trotecito destartalado y confiado, exento de rencores.
   Al cruzarse en la calleja, Eloy, ignorando el ceño fruncido y talante destemplado del vecino, le saludo cordialmente:
―¡Buenos días, Donato! ¡Bien acompañado andas hoy!
El zamarrón se detuvo un momento para corresponder al saludo. Miró con ojo indiferente hacia el animal que rabeaba a su lado. Con voz gargajoza a causa del consumo de tabaco y vino turbio devolvió el saludo como mejor sabía:
―¿Buena compañia este desgraciado? ¡Este no es más que un cochambroso y un inútil!
Acto seguido y sin pensárselo dos veces descargó una patada sobre el espinazo del perro que no tuvo tiempo de esquivar el golpe por hallarse embobado olisqueando los perfumados vestidos de las chiquillas. Goretti, Carmencita y Nuria aún tuvieron tiempo de ver como Rin-Tin-Tin emprendía la huida calle adelante, aullando su desamparo, llorando su dolor, arrastrando su cojera.



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