lunes, 13 de septiembre de 2010

Relatos de Don Wayne XI


         ¡Cuenta, Carbajo, cuenta…!

            
Nosotros sabíamos que no, sabíamos que con el nuevo cartel hirviendo en el rincón más íntimo de su pelada cabeza, Carbajo montaba el argumento para su última película: daba nombre y carácter a los personajes, elaboraba diálogos (...). A falta de otra cosa, los demás esperábamos ávidos el próximo guión que Carbajo forjaba ya con esmero.

¡Cuenta, Carbajo, cuenta…!


   El patio era enorme, sus márgenes lindaban con un pedregoso monte de chaparras de raíz caliza. Por aquel territorio de recreo se repartían generosamente las canchas deportivas: un gran campo de fútbol con el piso de tierra, donde los frailes organizaban los partidos y el hermano Aurelio impartía las clases de gimnasia, las canchas encementadas de baloncesto y minibásquet, y un hiperbólico frontón cubierto en el que los muchachos nos refugiábamos los días de lluvia a comer el pan con chocolate de la merienda.
   Arrimado a uno de los costados del frontón se encontraba un espacio sombreado por algunas encinas bajo las cuales se dispersaban mesas y bancos metálicos. Esta zona estaba rodeaba por un seto de arbustos que actuaba como el parapeto que nos permitía eludir precariamente la vigilancia constante de los Hermanos. Habíamos elegido aquel lugar como el punto de reunión en el que Carbajo nos relataba las películas. Entorno a sus ojos saltones y a su portentosa capacidad de fabular nos reuníamos unos cuantos chavales ávidos de escuchar aquellas historias. Recuerdo que Villagrá, Bujedo, Postigo, Ruiz, Cebeiro, Gómez y yo nos encontrábamos entre los incondicionales de aquellas reuniones semiclandestinas.
El grupo se aglutinaba en torno a una de las mesas. Para no despertar las suspicacias de los frailes, colocábamos en el centro un tablero de ajedrez con las fichas repartidas al azar y simulábamos jugar una disputada partida.
   Con su mirada de batracio, Carbajo repasaba los rostros presentes; luego, tras rebuscar en el bolsillo, extraía un recorte de periódico doblado minuciosamente y lo desplegaba con esmero, para acabar colocándolo sobre la mesa a la vista de todos. Leía el título de la película, nos presentaba a los actores señalándolos con el dedo y comenzaba su relato…

   Pasábamos en aquella institución religiosa la mayor parte del año. Un año tras otro. Sin apenas salidas a nuestros lejanos hogares, íbamos perdiendo el contacto con nuestras familias y los amigos del pueblo acababan por olvidarnos. Nuestra correspondencia era meticulosamente “revisada” por el ojo inquisidor del “Padre Espiritual”. Éramos aspirantes a fraile, seminaristas de segunda división.
   La mayoría ingresábamos en aquel semillero de vocaciones con once o doce años; se suponía que, en aquel ambiente aislado y de recogimiento, tras un arduo itinerario de formación, la mayoría alcanzaríamos el grado de postulantes, luego novicios, para acabar profesando votos y vestir el alzacuellos que nos franquearía el acceso a una congregación dedicada a la docencia que se sustentaba en unos principios cristianos estancados en el siglo XIX.
   El ideario de la Orden se articulaba en torno a tres principios: Oración, Estudio y Deporte. Nuestros grandes enemigos: el Demonio, el Mundo y la Carne. Un entorno rutinario, asfixiado por la severidad de las reglas y una anacrónica devoción religiosa: misa diaria y en latín, retiros espirituales, Vía Crucis, actos de exaltación a la Virgen María o lectura de breviarios. Todo aliñado con momentos de meditación, silencio y sacrificio a toda hora que contribuían a espesar la atmósfera. Los criterios de la Orden dictaban que lo del sacrificio debía concretarse en pelar montañas de patatas, encerar la tarima de larguísimos pasillos o desplumar docenas de pollos semihervidos que despedían un olor repugnante. El resto del tiempo se dedicaba a las clases, el estudio y el ejercicio físico. Un escenario blindado en el que las sotanas se movían entre susurros de un lado para otro, combatiendo con ferocidad cualquier influencia susceptible de ser interpretada como una trampa tendida por el Diablo con el propósito de poner en peligro la castidad, la pureza y la inocencia de aquel rebaño de pupilos. Resistíamos como podíamos en un sistema de vida atrasado, irreal y enajenado, capaz de hacer enfermar a muchas cabezas, apto para dejar buen número de vidas maltrechas.
   Los estímulos de otro tipo escaseaban. Apenas veíamos la tele; recuerdo que a los frailes les entusiasmaba un programa-concurso llamado “Cesta y Puntos”, en el que competían alumnos de diferentes colegios, la mayoría privados y siempre masculinos, y en él los equipos contendientes debían mostrar su capacidad de retener y recordar los contenidos más variopintos. Los Hermanos siempre nos dejaban ver ese programa.
   El hermano Armando era el encargado de la intendencia. Salía a menudo con la furgoneta en busca de los ministros, ocasión aprovechada por los que disponían de algunas pesetas para encargarle álbumes y sobres de cromos de la colección “Vida y Color”. Durante los frecuentes paseos por el campo nos entreteníamos buscando fósiles o contemplábamos absortos la cópula hermafrodita de los caracoles. Algunas tardes de sábado, cuando hacía buen tiempo, podíamos ir a bañarnos a orillas del Barbelo, nos zambullíamos en el río desde un andamiaje construido con tablones de madera, atrapábamos cangrejos bajo las piedras o pescábamos bermejuelas con anzuelos artesanales fabricados retorciendo trozos de alambre.
   La biblioteca era también un sólido refugio: en ella se alineaban multitud de libros con vidas ejemplares y biografías de mártires. También había una maravillosa colección de libros con todas las obras de Salgari, Cervantes, Verne, Scott, Dumas, Dickens, Twain, Defoe, etc., en editorial Calleja. Entre las páginas de aquellos libros podíamos saciar la sed de nuestras resecas vidas.
   Un día descubrimos que también podíamos disponer del cuarto del carbón… Una oscura carbonera situada en los bajos del edificio principal, junto a la caldera de la calefacción. En ella se almacenaba la antracita, los recortes de madera de la carpintería, algún periódico, cartones y las herramientas de atizar el fuego.
R. Massats, Seminaristas jugando al fútbol, Madrid, 1964

   El hermano Armando era un forofo de la prensa deportiva. Durante sus frecuentes salidas al mundo externo compraba el recién inaugurado “As” o el “Marca”. Leía las noticias durante los ratos de estudio o mientras vigilaba los recreos. Revisaba exhaustivamente los acontecimientos deportivos del momento: Amancio, Gárate, Uriarte, la azarosa trayectoria pugilística de “Sombrita”, la larvada competencia entre los equipos Kas y Fagor en la Vuelta Ciclista a España, Santana, Buscató, Perurena, Carrasco, Aragonés, Legrá, Emiliano… Se detenía especialmente en las reseñas que describían la peripecia futbolística del C. D. Alavés. Una vez leído y releído acostumbraba a deshacerse del periódico.
   Por aquellos años era habitual que este tipo de prensa insertase entre sus páginas publicidad de los grandes estrenos cinematográficos. Entre los éxitos y fracasos deportivos incluían a modo de anuncio la reproducción de los carteles o programas de mano de las producciones de aquellos años: películas norteamericanas, españolas, francesas, italianas. El formato del anuncio dependía de la categoría del estreno, en algunos casos era de página entera, otros media página o un cuarto. Se trataba de películas que los internos de aquella institución nunca podríamos aspirar a ver.
   Los amigos de Carbajo nos manteníamos atentos ante la presencia de aquellas hojas de color sepia en manos del fraile, sabíamos que tarde o temprano el diario deportivo iría inexorablemente a parar a la carbonera para alimentar el fuego.
   Por costumbre, éramos los alumnos, por parejas y períodos quincenales, los que nos encargábamos de mantener la carbonera aseada y en disposición de suministrar calefacción y agua caliente para las duchas. Dentro de nuestro grupo siempre había alguno que se prestaba voluntario para realizar esta tarea. Tanta diligencia ante el trabajo hacía que el hermano Casto, director del colegio, accediera complacido a dejar en nuestras manos aquella ocupación. De este modo la carbonera y los periódicos deportivos se constituyeron en una fisura por la que, a espaldas de los frailes, se iba colando el mundo exterior.
Los encargados de la carbonera recogían la prensa de entre los restos de astillas y recortaban los anuncios de las películas. Durante la comida se los pasábamos a Carbajo, cuya misión era estudiarse las ilustraciones, seleccionar los carteles “con más posibilidades” y reconstruir la película en su cabeza. Sentía predilección por los filmes de terror, bélicos, de ciencia ficción, de vaqueros o de aventuras. Acostumbraba a descartar inmediatamente las películas históricas, de contenido bíblico o aquellas cuyo guión se basara en alguna de las novelas de la biblioteca:
―¡Esas no tienen gracia! ―afirmaba resuelto ―. ¡Ya conocéis lo que pasa y cómo acaban!
Recuerdo que de este modo tan expeditivo despachó El último mohicano, la obra de J. F. Cooper que habíamos leído todos.
   Durante los ratos de estudio de la tarde, excitados y a hurtadillas, observábamos a nuestro compañero desde los pupitres. Un alumno modélico, la cabeza entre las manos y los abultados ojos cerrados, el libro de latín o de francés abierto sobre la mesa, en la actitud traspuesta del estudiante que se encuentra absorto memorizando la materia de estudio. Nosotros sabíamos que no, sabíamos que con el nuevo cartel hirviendo en el rincón más íntimo de su pelada cabeza, Carbajo montaba el argumento para su última película: daba nombre y carácter a los personajes, urdía el guión, elaboraba diálogos. Como una lengua desecada, la carpeta de tapas acartonadas y rojizas en la que guardaba celosamente los recortes asomaba por el hueco de su pupitre. A falta de otra cosa, los demás esperábamos ávidos el próximo guión que Carbajo forjaba ya con esmero.

   Como muchos domingos por la tarde, en el recreo que precedía al rezo del rosario, mientras otros compañeros corrían tras el balón por las bandas, ensayaban ganchos y encestes de tres puntos al estilo Brabender o apaleaban a la pelota frente a la pared del frontón, el grupo de Carbajo coagulaba en torno al tablero de ajedrez, anhelante de abrevar nuevas historias.
   Carbajo nos mostraba el cartel elegido y comenzaba sus relatos. Desplegaba sus capacidades narrativas para representar unos argumentos de película, vigorosos, violentos y salvajes unas veces, líricos y apasionados otras. Historias de una imaginación y fuerza formidables, contadas con un pulso avasallador en las que describía paisajes, indumentaria, tiroteos, erupciones volcánicas, motines, peleas, abrazos, tormentas, besos, intrigas, selvas, traiciones, situaciones de peligro... Apenas gesticulaba para no levantar las sospechas frailunas, se apañaba con su voz y aquella mirada caprina. Detenía nuestro pulso al describir la trayectoria rectilínea de un torpedo, la angustia de la tripulación en el interior asfixiante de un submarino tras apagar el sonar, la violenta conmoción desencadenada por las cargas de profundidad… En la ejecución de los diálogos era capaz de modular voces diferentes o imitar el acento de un general de las SS, el de un partisano francés, el de un nativo africano o el de Gran Jefe Cochiche. Las secuencias de la película se sucedían en nuestras cabezas. Le escuchábamos babeando cuando en una suerte de malicia ingenua describía una escena amorosa o el baño de Jane semidesnuda en aguas del río Congo. Nos ardía la garganta cuando el “chico” andaba perdido por los desiertos salinos de Arizona. Escuchábamos a Carbajo y el mundo a nuestro alrededor iba perdiendo consistencia. Gracias a él por nuestras vidas pasaron La venganza de Fumanchú, Barbarella, El continente perdido, Corre, Cuchillo, corre, 40 rifles en el paso apache, Bonnie and Clyde, Los doce del patíbulo, El cerebro de Frankenstein, El bueno, el feo y el malo, Drácula vuelve de la tumba, Hace un millón de años o El estrangulador de Boston... Cine. Mucho cine. Buen cine. Versiones disparatadas y delirantes que poco o nada tenían que ver con el original. Daba igual, aquel experimento de cinefilia oral, aquellas historias contadas a espaldas de las sotanas, eran como bengalas que alumbraban el tedio que encharcaba nuestras vidas. Nuestro amigo tenía la capacidad de sacarnos de la miseria cotidiana para trasladarnos a otros mundos.
   Más tarde, durante las noches, en la soledad de unos dormitorios comunes, gélidos y desangelados, aquellas historias recorrerían nuestros sueños salpicándolos de imágenes que causaban importantes disturbios en nuestras frágiles almas.

   El hermano Aparicio, inicuo y rígido, desde la distancia, con las manos a espalda y en actitud irreductible, nunca aflojaba la vigilancia. No era partidario de los grupos de “amiguitos”, expresión que repetía a menudo y que entonces no comprendíamos bien. Pasaba la tarde merodeando ubicuo por cada rincón de los patios. Su figura delgada, alta y enjuta recordaba en algo a un faro vigía embadurnado de alquitrán, cuya sombra oscura se cernía de vez en cuando sobre nuestra partida de ajedrez. Se acercaba y estiraba mucho el cuello. Luego, al no descubrir nada sospechoso, se alejaba en dirección a los frontones.
Era entonces, a salvo de las insidias del fraile, cuando alguno de los presentes urgía:
―¡Cuenta, Carbajo, cuenta…!


4 comentarios:

  1. Sr. Llon Esmiz, ¡lo sabía!
    Sabía que en cuanto cargase Vd. el relato en el lugar que tiene habilitado al efecto le acompañaría una foto que no podía ser otra que el golazo metido a una sotana que vuela.
    Esa foto representa como ninguna la atmósfera que se trata de plasmar en la historia de Carbajo.
    Es Vd. un tipo genial. Muchas gracias.

    Wayne

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  2. Jajaja! Antológica instantánea la de Massats. Muy buen relato, Don, buen pulso y buena historia.

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  3. El Asilvestrado19/9/10, 19:08

    Vaya historia! Realmente buena y bien tratada. Aunque es una realidad desconocida para mí, me parece que hace usted un fiel retrato de lo que debían ser aquellos centros.
    En el fondo del duro relato, la ternura.Me gusta

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  4. Memoria dispersa 102/111

    102
    Yo me acuerdo de que tenía que salir de la fábrica a la carrera para llegar a tiempo a la sesión de las 20:30 h.

    103
    Yo me acuerdo de que me gustaba plegar las entradas para esconderlas entre la tapicería de las butacas dejando así una huella de mi paso por aquella sala.

    104
    Yo me acuerdo de que a Randolph Scott, por más peleas en las que se viese involucrado, nunca de le caía el sombrero.

    105
    Yo me acuerdo de la tarde en que nos citamos para ir a ver “Lo que el viento se llevó”. Ella se había maquillado, llevaba una trenka de color verde con capucha y estaba encantadora.

    106
    Yo recuerdo que cuando la película era demasiado mala nos poníamos gamberros y si nos pillaban nos echaban a la calle.

    107
    Yo no recuerdo haber leído dos veces el mismo libro, pero sí recuerdo haber visto alguna película más de tres.

    108
    Yo me acuerdo de aquella sesión nocturna, con el Cine Principal lleno a rebosar, cuando desde el gallinero una mano anónima dispersó sobre nuestras cabezas una lluvia de panfletos que reclamaba el final de la dictadura.

    109
    Yo me acuerdo de aquel pequeño local de CNT que había en el barrio donde se proyectaban ciclos de cine político.

    110
    Yo no puedo olvidar la turbadora presencia de Susan George en “Los perros de paja”.

    111
    Yo me acuerdo de que cuando fuimos a ver “El último tango en Paris” coincidimos con dos curas obreros en la misma fila de butacas.

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