domingo, 14 de febrero de 2010

Relatos de Don Wayne III

         Programas de Mano

Sobre la mesa de la cocina el guaje pasaba las horas extasiado ante las ilustraciones de pistoleros, romanos, barcos, retratos de rostros en cándida actitud de enamoramiento o afeados por la maldad de forajidos, gángsteres o fumanchúes.



Programas de Mano


―Maruja y este… ¿de cuándo es?
―Déjame ver... ―giraba el prospecto y lo examinaba por detrás―. Mira Antoñito aquí lo pone, ¿ves esta anotación a lapicero de la esquina? Fui a verla en 1952. En el cine Clavel de Canedo. Tú ni habías nacido.
―¿De qué trataba?
―Se tituló “Locura de amor” ―la vecina volteaba de nuevo la hoja y mostraba al chiquillo la ilustración―: fíjate bien, aquí lo pone. La actriz se llama Aurora Bautista.
―¿Dónde lo pongo?
―Puedes ponerlo en ese montón, junto con las películas románticas.

   Algunas tardes, Antonio, para salir de la rutina familiar, escapaba a la carrera hasta la casa de Maruja. Solía encontrarla sentada en la mesa camilla. A la luz de un flexo, abstraída en sus pensamientos, movía con presteza una aguja de punta curva, remendando las carreras que surcaban las medias del vecindario femenino.
―¿Ya estás aquí Toñito? ¿Por qué no te vas a jugar a la calle?
―Prefiero hacerte compañía.
   Durante un rato Antonio se entretenía provocando el enfado de Balduino, un periquito de tonos azulados y ojos vivos que tomaba el sol en la ventana. Introducía el dedo entre los barrotes de la jaula para enrabiarlo. Balduino amagaba picotazos garriando malhumorado.
―¿Pero qué te ha hecho el pájaro, mi niño? Déjalo en paz.
―Maruja, ¿me dejas ver los programas?
―Sube a la buhardilla y te los bajas. Ten cuidado no vayas rodar por la escalera.
   Antonio remontaba raudo la angosta escalera forrada de linóleo que conducía al piso de arriba. Del viejo baúl festoneado de tachuelas doradas extraía las cuatro carpetas de cartón reseco y retornaba a la cocina.
―Ponte ahí, junto al fogón, en la mesa de la cocina.
   Sobre la mesa de formica gris, el niño soltaba las cintas de tela e iba desnudando las solapas. En el interior de cada carpeta asomaba una apretada resma de folletos de cine, programas de mano que Maruja había ido recopilando con celo desde sus años mozos.
―¿Cuántos tienes, Maruja?
―No lo sé, hijo, nunca los he contado.
―¿Habrá mil?
―Seguramente hay más.
   Antonio los depositaba sobre la mesa formando montoncitos y los pasaba uno a uno, contemplándolos fascinado. Programas de aquellos que en tamaños, color y hechura variados, entregaban en mano a la entrada de los cines en los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Afiches que reproducían en formato doméstico las imágenes expuestas en las grandes carteleras de la plaza. La mayoría llevaban estampado por detrás el sello de los cines del pueblo: “Gran Cine Roma” o “Sala Proyecciones”. Otros habían llegado, a saber mediante qué vericuetos, desde los cines que ofrecían su programación en otras localidades: el “Clavel” de Canedo, el “Gran Avenida” de Herreruela o el cine Coliseo de Corrales.
―Maruja, ¿te las has visto todas?
―Todas no, Antonio, pero la mayoría sí.
―¿Cuál es la primera que viste?
   Dejaba la labor, acercaba su silla hasta la mesa y se sentaba junto al chiquillo. Revolvía cuidadosamente entre las parvas de hojas.
―Mira ésta. Ésta es la primera que vi. Fue en el año 48 y yo era muy joven.
―¿Y cuál fue la última?
―¿La última? Pero qué tonto eres. La última ha sido ésta, la vi con mis hermanas la semana pasada en el “Roma”. Hecha cuentas, llevo veinte años yendo al cine y guardando los programas.
   Durante largo rato permanecían sentados en la mesa hojeando los programas. Durante meses, Toñito casi aprendió a leer deletreando títulos de películas o los nombres imposibles de las estrellas del cine norteamericano: 'Gar Gable', 'Estuar Ranger', 'Rita Jaibor'… Sobre la mesa de la cocina el guaje pasaba las horas extasiado ante las ilustraciones de pistoleros, romanos, barcos, retratos de rostros en cándida actitud de enamoramiento o afeados por la maldad de forajidos, gángsteres o fumanchúes. Algunos días se entretenía apilándolos por temas: “aquí los de la historia, aquí las películas españolas, aquí los de policías, aquí los del Oeste y aquí los de amor”. Cuando dudaba preguntaba a Maruja.
   Al cabo del rato, antes de retornar a su labor junto a la lámpara, la mujer le preparaba algo de merienda: un bocalillo de pan con tomate y una laja de jamón, queso o nocilla… Balduino parloteaba satisfecho solazándose al sol tras los visillos.
―¿Te gustan, Antoñito? Un día, cuando seas más mayor, serán para ti. Te los regalaré todos…

   Las últimas semanas de aquel invierno fueron de ventiscas y un frío coagulado. Tía Maruja comenzó a sentirse mal. Desafiando la última nevada, bajó a la capital en compañía de Paquita para una visita médica. Regresaron a los pocos días. Cuando Toñito acudió a visitar a su vecina la encontró desmejorada y con el rostro demacrado. Aquella tarde no cogía los puntos de media. Tampoco le invitó a sacar los programas de cine. Pocos días después cayó en cama y tuvo que ser atendida por sus hermanas venidas de otros barrios o de localidades aledañas. Macario y Carmen prohibieron a su hijo ir a molestar a la vecina.
   Tras las vacaciones de Pascua, una mañana de vencejos en el cielo, falleció Maruja. El chico se enteró a la hora de la comida. Durante la tarde se organizó en la casa un lento y triste velatorio.
   Al salir del colegio, Antonio acudió a la casa de Maruja en busca de sus padres. Empujó la puerta de hierro y penetró a hurtadillas rozando los abrigos negros que colgaban del perchero. Un silencio encogido reinaba en la cocina donde algunas personas tomaban café. Balduino no estaba en su rincón de la ventana. Macario al ver a su hijo le mandó de regreso para casa.
   Antes de salir, Antoñito escaló por última vez los peldaños que conducían a la buhardilla. Bajó poco después y arrastrando su abultada cartera de escolar ganó la calle sigiloso y regresó a casa.

   Días más tarde, Paquita y Emilia, como viudas, se encargaron de la casa. Limpiaron, ordenaron y recogieron las pertenencias de su hermana. Ninguna se acordaba de la colección de programas de cine de Maruja. Nunca nadie llegó a echarlos de menos.


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