miércoles, 25 de abril de 2012

Relatos de Don Wayne XXVII

        
Son discos desnudos, guardados en sobrecitos de plástico, en una de cuyas caras aparece el título rotulado con la letra mayúscula de mi padre: “El hombre que mató a Liberty Walance”, “Bailando con lobos”, “El último mohicano”, “El Álamo”, “Murieron con las botas puestas”, “Grupo salvaje”, “Winchester 73”, “Sin perdón”, “Silverado”, “Solo ante el peligro”… Todo un cóctel.





27. Westerns
 
 A mi padre



Mi abuelo Germán es un hombre anciano, consumido y enfermo. Su cuerpo es menudo y camina encorvado. Tiene la piel de un asustado color cobrizo, arrugada como un papel de envolver, y unos ojillos redondos, tan hundidos en el rostro que cuando me mira no puedo evitar la rara sensación de estar siendo observado por un viejo primate. Se pasa la vida sentado, inmóvil, en un sillón de orejas que le han comprado “para que esté más cómodo”, enganchado la mayor parte del día a la máquina que le proporciona el oxígeno que necesita para respirar, un moscardón que produce un zumbido sordo y constante. Encadenado de por vida a ese artilugio me recuerda en algo a esos presos de bola que aparecen a veces en los comics. Cuando se levanta lo hace sin fuerzas, arrastrando los pies, se ahoga enseguida y respira como un fuelle.  Ahora vive en la capital, con la abuela y con la tía Tere, “La Sargento de Hierro”, en una casita con patio. Mis abuelos antes vivían en el pueblo, una aldea perdida entre  montañas, en el fondo de saco de una cuenca minera. Por lo que mi abuelo me repite a menudo, era casi tan chico como yo cuando ya estaba bajando a los pozos para socavar galerías en busca de carbón para la empresa, “Antracitas del Norte”. Lo mejor de un hombre, su pubertad, su adolescencia y su juventud, bregando en la oscuridad, haciendo frente al miedo y al grisú, bañado por una mezcla pastosa que se forma sobre los cuerpos a base de polvo, sudor y olor a dinamita. No había cumplido los cuarenta cuando le jubilaron. Estaba acabado. Dice mi padre que contrajo la silicosis, una enfermedad parecida a los carcomos que va corroyendo los pulmones hasta dejártelos raídos y negros como la hoja de un calco.
   No vivimos lejos, por eso, muchas tardes, si tengo terminados los deberes, me vengo con mi padre de visita, “Vámonos a dar una vuelta por casa de tus abuelos…”, dice mi padre, “…a ver en qué ha dado esta tarde el viejo”. Ahí nos lo encontramos, postrado en su rincón, con la perra dormitando a sus pies. Nos ve llegar y apenas si vuelve un poco la cabeza o hace un gesto con la mano. A veces se pasa la palma por la calva en un intento desesperado por salir de la modorra. Lo normal es que esté mirando una película del Oeste. Mi abuelo ve muchas películas del Oeste. Muchísimas películas de  diligencias, pieles rojas, forajidos y cuatreros. Hasta hace poco también era aficionado a ese tipo de novelas, unos libritos muy graciosos, pequeños, amarillentos y requetesobados que mi padre le cambiaba en “Los Pajaricos”, un garito con pretensiones de tienda que queda cerca de nuestro portal. Un sitio en el que, además de cambiar novelas y tebeos, te venden revistas, chucherías, tabaco “suelto”, latas y pan congelado. Como ve poco y se cansa enseguida, mi abuelo, ya no lee esas novelas. En cambio, todos los días se calza cuatro o cinco películas de vaqueros. Se las baja mi padre con el e-mule y luego se las pasa en discos para que pueda verlas en el DVD. Admiro la capacidad de sabueso de mi padre, rastrea la red durante horas en busca de películas, sin que le importen los directores, los actores, la nacionalidad o la época, la cosa es que salgan pistoleros, rifles, revólveres, ranchos, caballos, locomotoras de vapor o tribus de comanches. Tiene de todo, desde western clásicos a ramplonas películas españolas que intentan persuadirte de que cualquier páramo perdido de Almería es el desierto de Arizona. 
   Cuando entramos en el cuarto de estar, mi padre se le acerca, le planta un beso sobre los cuatro pelos que tiene en la cabeza y le pasa el taco de discos:
—Aquí tienes Germán, la munición para la semana.
   Las ve y las apila en los estantes del mueble-bar. A media docena de películas por disco tendrá centenares. Sobre la mesita que tiene pegada a su sillón conserva más a mano las de “calibre”, las que él considera las mejores, esas que le gusta repetir de vez en cuando. Son discos desnudos, guardados en sobrecitos de plástico, en una de cuyas caras aparece el título rotulado con la letra mayúscula de mi padre: “El hombre que mató a Liberty Walance”, “Bailando con lobos”, “El último mohicano”, “El Álamo”, “Murieron con las botas puestas”, “Grupo salvaje”, “Winchester 73”, “Sin perdón”, “Silverado”, “Solo ante el peligro”… Todo un cóctel.
   Su favorita es “Los Profesionales”. La ve una y otra vez y no se cansa nunca. Trata de un grupo de mercenarios, cuatro tipos expertos cada uno en lo suyo, que son contratados por un hombre muy rico para una arriesgada misión: deben rescatar a su mujer, la Señora Grant, de las garras de un bandolero mejicano que la mantiene secuestrada en un desierto. Lee Marvín hace de Fardan, es el entendido en armas y el cabecilla de la partida. También salen Burt Lancaster, el dinamitero, un fornido actor de raza negra que hace de rastreador y un domador de caballos que creo que se llama Robert Ryan. He visto tantas veces esa película en casa de mi abuelo que me la sé de cabo a rabo. El que hace de Jesús Raza, el mejicano rebelde, es un actor con cara de feriante que se llama Jack Palance. A mi abuelo Germán le chiflan esos personajes.
   Mientras charlan de sus cosas, que siempre son las mismas, mi padre y mi abuelo no prestan atención a la tele, pero la dejan encendida, enmudeciendo la película con el mando. Yo me siento en el suelo junto a la perra y le acaricio el lomo mientras, en una sesión de cine mudo, vemos pasar tiroteos y estampidas. No sé en qué estará pensando la perrucha, yo me dedico a imaginar los diálogos. Los diálogos de “Los Profesionales” no, esos no me los tengo que imaginar porque me los conozco de memoria.
   Sobre las siete se presenta como un espectro mi tía Tere, siempre tan seca, tan marcial y tan estreñida:
—“¡Me voy a sacar a la perra”! —sentencia con vozarrón cuartelario echándose por encima el tabardo. Al oír estas palabras, y sin que la tía se haya dignado ni mirarla, la perrilla se da por enterada, agacha las orejas, se levanta y con el rabo entre las piernas encarrila amedrentada en dirección a la puerta. Cuando pasa a mi lado, me mira con esos ojillos de perro triste, creo que trata de comunicarme lo poco que le apetece salir a pasar frío, pero se resigna. Cualquiera le planta cara a la tía Tere. Sin decir ni adiós, salen a la calle dejando tras de sí un sonoro portazo. A sus espaldas, a la tía Tere, la conocemos como “La Sargento de Hierro”, otra película de americana, de Clint Easwood tengo entendido.
   Pasado un buen rato, sin esperar el regreso castrense de la tía y su disciplinada recluta, nos despedimos de los abuelos. Primero de la abuela que andará por trasteando por la cocina. Antes de marchar, mi padre entra en la sala y vuelve a besar al suyo en la calva.
—¿Qué tienes pensado hacer hasta la hora de la cena, Germán?
— Pues no lo sé, igual me veo una película…
   Me asomo a la puerta y miro la tele. El reproductor ya ha comenzado su reiterativo giro. En pantalla el título de la película: “Los Profesionales”. En las primeras imágenes Lee Marvín muestra a unos novatos como se maneja una  ametralladora.



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