Son discos desnudos, guardados en sobrecitos de plástico, en una de cuyas caras aparece el título rotulado con la letra mayúscula de mi padre: “El hombre que mató a Liberty Walance”, “Bailando con lobos”, “El último mohicano”, “El Álamo”, “Murieron con las botas puestas”, “Grupo salvaje”, “Winchester 73”, “Sin perdón”, “Silverado”, “Solo ante el peligro”… Todo un cóctel.
A mi padre
Mi abuelo Germán es un hombre anciano, consumido
y enfermo. Su cuerpo es menudo y camina encorvado. Tiene la piel de un asustado
color cobrizo, arrugada como un papel de envolver, y unos ojillos redondos, tan
hundidos en el rostro que cuando me mira no puedo evitar la rara sensación de
estar siendo observado por un viejo primate. Se pasa la vida sentado, inmóvil,
en un sillón de orejas que le han comprado “para que esté más cómodo”,
enganchado la mayor parte del día a la máquina que le proporciona el oxígeno
que necesita para respirar, un moscardón que produce un zumbido sordo y constante.
Encadenado de por vida a ese artilugio me recuerda en algo a esos presos de
bola que aparecen a veces en los comics. Cuando se levanta lo hace sin fuerzas,
arrastrando los pies, se ahoga enseguida y respira como un fuelle. Ahora vive en la capital, con la abuela y con
la tía Tere, “La Sargento de Hierro”, en una casita con patio. Mis abuelos antes
vivían en el pueblo, una aldea perdida entre
montañas, en el fondo de saco de una cuenca minera. Por lo que mi abuelo
me repite a menudo, era casi tan chico como yo cuando ya estaba bajando a los
pozos para socavar galerías en busca de carbón para la empresa, “Antracitas del
Norte”. Lo mejor de un hombre, su pubertad, su adolescencia y su juventud, bregando
en la oscuridad, haciendo frente al miedo y al grisú, bañado por una mezcla pastosa
que se forma sobre los cuerpos a base de polvo, sudor y olor a dinamita. No
había cumplido los cuarenta cuando le jubilaron. Estaba acabado. Dice mi padre
que contrajo la silicosis, una enfermedad parecida a los carcomos que va corroyendo
los pulmones hasta dejártelos raídos y negros como la hoja de un calco.
No vivimos lejos, por eso, muchas tardes, si
tengo terminados los deberes, me vengo con mi padre de visita, “Vámonos a dar una vuelta por casa de tus
abuelos…”, dice mi padre, “…a ver en
qué ha dado esta tarde el viejo”. Ahí nos lo encontramos, postrado en su
rincón, con la perra dormitando a sus pies. Nos ve llegar y apenas si vuelve un
poco la cabeza o hace un gesto con la mano. A veces se pasa la palma por la
calva en un intento desesperado por salir de la modorra. Lo normal es que esté
mirando una película del Oeste. Mi abuelo ve muchas películas del Oeste.
Muchísimas películas de diligencias,
pieles rojas, forajidos y cuatreros. Hasta hace poco también era aficionado a ese
tipo de novelas, unos libritos muy graciosos, pequeños, amarillentos y
requetesobados que mi padre le cambiaba en “Los Pajaricos”, un garito con
pretensiones de tienda que queda cerca de nuestro portal. Un sitio en el que, además
de cambiar novelas y tebeos, te venden revistas, chucherías, tabaco “suelto”,
latas y pan congelado. Como ve poco y se cansa enseguida, mi abuelo, ya no lee esas
novelas. En cambio, todos los días se calza cuatro o cinco películas de
vaqueros. Se las baja mi padre con el e-mule y luego se las pasa en discos para
que pueda verlas en el DVD. Admiro la capacidad de sabueso de mi padre, rastrea
la red durante horas en busca de películas, sin que le importen los directores,
los actores, la nacionalidad o la época, la cosa es que salgan pistoleros, rifles,
revólveres, ranchos, caballos, locomotoras de vapor o tribus de comanches.
Tiene de todo, desde western clásicos a ramplonas películas españolas que
intentan persuadirte de que cualquier páramo perdido de Almería es el desierto
de Arizona.
Cuando entramos en el cuarto de estar, mi
padre se le acerca, le planta un beso sobre los cuatro pelos que tiene en la
cabeza y le pasa el taco de discos:
—Aquí
tienes Germán, la munición para la semana.
Las ve y las apila en los estantes del
mueble-bar. A media docena de películas por disco tendrá centenares. Sobre la
mesita que tiene pegada a su sillón conserva más a mano las de “calibre”, las
que él considera las mejores, esas que le gusta repetir de vez en cuando. Son
discos desnudos, guardados en sobrecitos de plástico, en una de cuyas caras
aparece el título rotulado con la letra mayúscula de mi padre: “El hombre que mató a Liberty Walance”, “Bailando con lobos”, “El último mohicano”, “El Álamo”, “Murieron con las botas puestas”, “Grupo salvaje”, “Winchester 73”, “Sin perdón”, “Silverado”, “Solo ante
el peligro”… Todo un cóctel.
Su
favorita es “Los Profesionales”. La
ve una y otra vez y no se cansa nunca. Trata de un grupo de mercenarios, cuatro
tipos expertos cada uno en lo suyo, que son contratados por un hombre muy rico
para una arriesgada misión: deben rescatar a su mujer, la Señora Grant, de las
garras de un bandolero mejicano que la mantiene secuestrada en un desierto. Lee
Marvín hace de Fardan, es el entendido en armas y el cabecilla de la partida.
También salen Burt Lancaster, el dinamitero, un fornido actor de raza negra que
hace de rastreador y un domador de caballos que creo que se llama Robert Ryan. He
visto tantas veces esa película en casa de mi abuelo que me la sé de cabo a
rabo. El que hace de Jesús Raza, el mejicano rebelde, es un actor con cara de
feriante que se llama Jack Palance. A mi abuelo Germán le chiflan esos personajes.
Mientras charlan de sus cosas, que siempre son
las mismas, mi padre y mi abuelo no prestan atención a la tele, pero la dejan encendida,
enmudeciendo la película con el mando. Yo me siento en el suelo junto a la
perra y le acaricio el lomo mientras, en una sesión de cine mudo, vemos pasar tiroteos
y estampidas. No sé en qué estará pensando la perrucha, yo me dedico a imaginar
los diálogos. Los diálogos de “Los Profesionales”
no, esos no me los tengo que imaginar porque me los conozco de memoria.
Sobre las siete se presenta como un espectro
mi tía Tere, siempre tan seca, tan marcial y tan estreñida:
—“¡Me
voy a sacar a la perra”! —sentencia con vozarrón cuartelario echándose por
encima el tabardo. Al oír estas palabras, y sin que la tía se haya dignado ni mirarla,
la perrilla se da por enterada, agacha las orejas, se levanta y con el rabo
entre las piernas encarrila amedrentada en dirección a la puerta. Cuando pasa a
mi lado, me mira con esos ojillos de perro triste, creo que trata de comunicarme
lo poco que le apetece salir a pasar frío, pero se resigna. Cualquiera le
planta cara a la tía Tere. Sin decir ni adiós, salen a la calle dejando tras de
sí un sonoro portazo. A sus espaldas, a la tía Tere, la conocemos como “La Sargento de Hierro”, otra película
de americana, de Clint Easwood tengo entendido.
Pasado un buen rato, sin esperar el regreso
castrense de la tía y su disciplinada recluta, nos despedimos de los abuelos. Primero
de la abuela que andará por trasteando por la cocina. Antes de marchar, mi
padre entra en la sala y vuelve a besar al suyo en la calva.
—¿Qué
tienes pensado hacer hasta la hora de la cena, Germán?
— Pues
no lo sé, igual me veo una película…
Me asomo a la puerta y miro la tele. El
reproductor ya ha comenzado su reiterativo giro. En pantalla el título de la
película: “Los Profesionales”. En las
primeras imágenes Lee Marvín muestra a unos novatos como se maneja una ametralladora.
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