Una vez allí, mientras mi tío firmaba los albaranes, yo inspeccionaba las sacas con los rollos y, desplegando mis habilidades de lector nobel, deletreaba el título de la película que aparecía garabateado en las etiquetas, “Hatari”, “La chica del trébol”, “El profesor chiflado”, “El Zorro contra Maciste”…
23. Boni and Claudi
Villavicencio era el último pueblo notable que se adentraba en el valle, más allá solo era posible toparse con algunas aldeas dispersas y los caseríos salpicando las laderas de la sierra. A mediados de los años sesenta, mi tío Arturo tenía a su cargo el reparto de la antracita, los ovoides y la leña necesarios para alimentar las cocinas económicas que calentaban los hogares y hacían hervir a las legumbres. Al volante de una destartalada camioneta recorría las calles llevando a lomos de la caja su carga de carbón y astillas de roble. Por avatares del reparto, las tardes de los jueves le hacían coincidir cerca de nuestra manzana. Detenía la tartana a la puerta y pasaba a la casa para charlar con mi padre, unos años mayor, e interesarse por la abuela. Pronto adoptó una costumbre que me volvía loco: si me encontraba ocioso, me invitaba a subir al vehículo para acabar el reparto en compañía.
—El enano aprenderá a conducir pronto — aseguraba.
Mi madre hacía un mohín pero consentía.
Al punto, yo salía a la carrera para ir a encaramarme en el asiento del copiloto, con las piernas colgando. Mi tío hacía estornudar al motor y partíamos calle arriba, sintiéndome yo como un príncipe que ve pasar el mundo desde su trono. En la parte trasera Simón y “El Pistolas”, los descargadores, viajaban sentados sobre el mineral, agarrados a las cartolas, cubiertos de sudor y de negrura.
Arturo se ganaba un sobresueldo ocupándose de recoger los rollos de película. Tenía acordado el porte con el empresario del Cine Florida. Cada jueves, a poco de llegar el tranvía de las cinco, se llegaba con el vehículo a la estación, recogía las sacas y las trasladábamos al cine. Apilaba los fardos en la cabina, a los pies de mi asiento, de modo que el trayecto hasta la sala de proyección lo hacía yo pisando las latas circulares que contenían los rollos de celuloide. El lunes por la mañana las trasladaba de vuelta.
Cuando, a media tarde, nos apeábamos del camión y penetrábamos en las mortecinas dependencias ferroviarias nos los encontrábamos allí, en el vestíbulo o en el andén, dependiendo de los caprichos de la climatología. Al principio me intimidaron un poco, tan obesos, blandos y lechosos, cejijuntos de pelo rapado, los párpados, enormes como toldos, inútiles para unos ojos tan menudos, el labio inferior húmedo y grueso, blandamente caído, cubiertos por aquellas prendas de vestir que a mí me parecían gabardinas. Acabé por acostumbrarme a su estampa, a su espeso olor a leche agriada, a las rarezas de aquellos dos seres descentrados, inmóviles, silenciosos y pacíficos.
Nos los cruzábamos camino de estafeta donde se recogían las mercancías. Una vez allí, mientras mi tío firmaba los albaranes, yo inspeccionaba las sacas con los rollos y, desplegando mis habilidades de lector nobel, deletreaba el título de la película que aparecía garabateado en las etiquetas, “Hatari”, “La chica del trébol”, “El profesor chiflado”, “El Zorro contra Maciste”… Al abandonar las dependencias de la estación nos los cruzábamos de nuevo, nos miraban pasar arrastrando las valijas de lona, era el único momento en que les oíamos hablar:
— ¿Qué, ya sos vais?— Preguntaba Boni.
— Ya nos vamos, si señor, ya nos vamos— respondía mi tío condescendiente.
— ¿Y qué pedícuda vais a poné esta semana?— Se interesaba Claudi.
— “El Zorro contra Maciste”— Yo era el encargado de satisfacer su curiosidad.
— Lo vais a pasá bien. Que esa pedícuda es mu güena— sentenciaba Boni.
La misma historia, análoga situación, idéntico diálogo repetido semana tras semana durante tres o cuatro años.
A los diez años marché a estudiar a un internado de la capital y casi dejé de verles. En 1978, cumplidos los dieciocho, fui llamado a filas. El período de instrucción lo pasé en el Campo de El Ferral, luego, durante un año que se me hizo eterno, fui destinado al cuartel de Cerro Muriano. A mitad del servicio me fue concedido un permiso; hice el viaje en tren. Para entonces el inmueble del cine había sido vendido, hacía años que el Florida había cerrado sus portones para siempre para acabar convertido en un edificio ciego, mudo y maltrecho que se marchitaba camino de la ruina. Llegué al pueblo una mañana desapacible y rara, densos nubarrones se desparramaban sobre las cumbres de la sierra en actitud fiera. Tras apearme, tiré del petate y me encaminé hacia la salida. Allí seguían, adormilados dos jóvenes de aspecto senil, la cabeza gacha y el pelo tempranamente encanecido, aparcados como dos eunucos de naturaleza infantil, sumidos en la densa soledad de sus manías en uno de los bancos del vestíbulo. Boni golpeando con la baqueta de avellano el empeine del zapato, Claudi empeñado en desgarrar el ojal del guardapolvos. Me dirigí con premura hacia la salida. Con la cabeza gacha, contemplaron como me acercaba poniendo ojo en el petate. Casi les había rebasado cuando noté que un poderoso tirón me impedía continuar. Me volví. Los gruesos dedos de Boni sujetaban la lona del petate por una esquina. Levantó la cabeza de lado, para darme el alto con aquella irremediable sonrisa bobalicona y ojos bovinos.
— ¿Qué, ya te vas?— Balbució.
— Me voy si, para mi casa, que vengo de permiso— respondí atónito.
— ¿Y qué pedícuda llevas pa poné esta semana?— Se interesó Claudi.
En mi desconcierto, respondí lo primero que se me vino a la cabeza:
— “Tarzán y la mona Chita en el trampolín de la muerte”.
— Lo vais a pasá bien. Que esa pedícuda es mu güena— sentenció Boni.
Estupefacto, salí de la estación y remonté la cuesta camino de la plaza.
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