domingo, 16 de junio de 2013

Relatos de Don Wayne XXIII


Una vez allí, mientras mi tío firmaba los albaranes, yo inspeccionaba las sacas con los rollos y, desplegando mis habilidades de lector nobel, deletreaba el título de la película que aparecía garabateado en las etiquetas, “Hatari”, “La chica del trébol”, “El profesor chiflado”, “El Zorro contra Maciste”…



23. Boni and Claudi

      Paco “El Tuerto” era un hombre adusto y solitario, el único empleado que prestaba servicio como “factor” en la modesta estación de ferrocarriles del pueblo. Tenía dos hijos gemelos, más o menos mi edad, llamados Bonifacio y Claudio, a los que todos conocíamos por Boni y Claudi, dos desgraciaditos, retrasados, desproporcionados y obesos, que nunca iban a la escuela. Al evocar hoy su figura me parece estar viendo a alguno de aquellos desdichados deformes de la película de Tod Browning “La parada de los monstruos” o a ciertos personajes de los cuadros de Botero. Habían heredado una enfermedad congénita, de difícil descripción por entonces, que les llevaba a tener la apariencia de dos gordinflones de caminar torpe, que se expresaban con dificultad gangosa, y babeaban de continuo. De inteligencia disminuida, se pasaban la vida bajo la custodia del padre, sentados en la estación, muy pegados el uno al otro. Durante el invierno o en días desapacibles en un banco entre los macetones del vestíbulo, en primavera o verano en uno de los asientos del andén, sumidos en la apatía propia de su desorden mental, observando con expresión bobalicona y actitud ausente las maniobras bruscas de los trenes y el trasiego de viajeros. Siempre ataviados con los mismos deslucidos guardapolvos. Dos gemelos inocentes e idénticos, imposibles de distinguir de no ser porque cada uno tenía una manía, una estereotipia particular y monótona que repetían insistentes en el intento de entretener su estancada existencia: el que se golpeaba suave e incansablemente con una varita de avellano en el tobillo era Boni, el que introducía el dedo índice por uno de los ojales del guardapolvos retorciendo la tela hasta conseguir  estrangularla era Claudi.                

  Villavicencio era el último pueblo notable que se adentraba en el valle, más allá solo era posible toparse con algunas aldeas dispersas y los caseríos salpicando las laderas de la sierra. A mediados de los años sesenta, mi tío Arturo tenía a su cargo el reparto de la antracita, los ovoides y la leña necesarios para alimentar las cocinas económicas que calentaban los hogares y hacían hervir a las legumbres. Al volante de una destartalada camioneta recorría las calles llevando a lomos de la caja su carga de carbón y astillas de roble. Por avatares del reparto, las tardes de los jueves le hacían coincidir cerca de  nuestra manzana. Detenía la tartana a la puerta y pasaba a la casa para charlar con mi padre, unos años mayor, e interesarse por la abuela. Pronto adoptó una costumbre que me volvía loco: si me encontraba ocioso, me invitaba a subir al vehículo para acabar el reparto en compañía.
—El enano aprenderá a conducir pronto — aseguraba.
   Mi madre hacía un mohín pero consentía.
   Al punto, yo salía a la carrera para ir a encaramarme en el asiento del copiloto, con las piernas colgando. Mi tío hacía estornudar al motor y partíamos calle arriba, sintiéndome yo como un príncipe que ve pasar el mundo desde su trono. En la parte trasera Simón y “El Pistolas”, los descargadores, viajaban sentados sobre el mineral, agarrados a las cartolas, cubiertos de sudor y de negrura.
   Arturo se ganaba un sobresueldo ocupándose de recoger los rollos de película. Tenía acordado el porte con el empresario del Cine Florida. Cada jueves, a poco de llegar el tranvía de las cinco, se llegaba con el vehículo a la estación, recogía las sacas y las trasladábamos al cine. Apilaba los fardos en la cabina, a los pies de mi asiento, de modo que el trayecto hasta la sala de proyección lo hacía yo pisando las latas circulares que contenían los rollos de celuloide. El lunes por la mañana las trasladaba de vuelta.
  Cuando, a media tarde, nos apeábamos del camión y penetrábamos en las mortecinas dependencias ferroviarias nos los encontrábamos allí, en el vestíbulo o en el andén, dependiendo de los caprichos de la climatología. Al principio me intimidaron un poco, tan obesos, blandos y lechosos, cejijuntos de pelo rapado, los párpados, enormes como toldos, inútiles para unos ojos tan menudos, el labio inferior húmedo y grueso, blandamente caído, cubiertos por aquellas prendas de vestir que a mí me parecían gabardinas. Acabé por acostumbrarme a su estampa, a su espeso olor a leche agriada, a las rarezas de aquellos dos seres descentrados, inmóviles, silenciosos y pacíficos.
   Nos los cruzábamos camino de estafeta donde se recogían las mercancías. Una vez allí, mientras mi tío firmaba los albaranes, yo inspeccionaba las sacas con los rollos y, desplegando mis habilidades de lector nobel, deletreaba el título de la película que aparecía garabateado en las etiquetas, “Hatari”, “La chica del trébol”, “El profesor chiflado”, “El Zorro contra Maciste”… Al abandonar las dependencias de la estación nos los cruzábamos de nuevo, nos miraban pasar arrastrando las valijas de lona, era el único momento en que les oíamos hablar:
— ¿Qué, ya sos vais?— Preguntaba Boni.
— Ya nos vamos, si señor, ya nos vamos— respondía mi tío condescendiente.
— ¿Y qué pedícuda vais a poné esta semana?— Se interesaba Claudi.
— “El Zorro contra Maciste”— Yo era el encargado de satisfacer su curiosidad.
— Lo vais a pasá bien. Que esa pedícuda es mu güena— sentenciaba Boni.
   La misma historia, análoga situación, idéntico diálogo repetido semana tras semana durante tres o cuatro años.

   A los diez años marché a estudiar a un internado de la capital y casi dejé de verles. En  1978, cumplidos los dieciocho, fui llamado a filas. El período de instrucción lo pasé en el Campo de El Ferral, luego, durante un año que se me hizo eterno, fui destinado al cuartel de Cerro Muriano. A mitad del servicio me fue concedido un permiso; hice el viaje en tren. Para entonces el inmueble del cine había sido vendido, hacía años que el Florida había cerrado sus portones para siempre para acabar convertido en un edificio ciego, mudo y maltrecho que se marchitaba camino de la ruina. Llegué al pueblo una mañana desapacible y rara, densos nubarrones se desparramaban sobre las cumbres de la sierra en actitud fiera. Tras apearme, tiré del petate y me encaminé hacia la salida. Allí seguían, adormilados dos jóvenes de aspecto senil, la cabeza gacha y el pelo tempranamente encanecido, aparcados como dos eunucos de naturaleza infantil, sumidos en la densa soledad de sus manías en uno de los bancos del vestíbulo. Boni golpeando con la baqueta de avellano el empeine del zapato, Claudi empeñado en desgarrar el ojal del guardapolvos. Me dirigí con premura hacia la salida. Con la cabeza gacha, contemplaron como me acercaba poniendo ojo en el petate. Casi les había rebasado cuando noté que un poderoso tirón me impedía continuar. Me volví. Los gruesos dedos de Boni sujetaban la lona del petate por una esquina. Levantó la cabeza de lado, para darme el alto con aquella irremediable sonrisa bobalicona y ojos bovinos.
— ¿Qué, ya te vas?— Balbució.
— Me voy si, para mi casa, que vengo de permiso— respondí atónito.
— ¿Y qué pedícuda llevas pa poné esta semana?— Se interesó Claudi.
   En mi desconcierto, respondí lo primero que se me vino a la cabeza:
— “Tarzán y la mona Chita en el trampolín de la muerte”.
— Lo vais a pasá bien. Que esa pedícuda es mu güena— sentenció Boni.
   Estupefacto, salí de la estación y remonté la cuesta camino de la plaza.


 







   

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