sábado, 1 de diciembre de 2012

Relatos de Don Wayne XXXII



   La celdilla no pasaba de ser un pequeño tabernáculo, un mosaico provisto de resalte, encastrado, a poca altura, en la fachada del Cine Calderón. Un exvoto en el que un piadoso artista había representado con mano rupestre al patrón de la localidad: un afligido Crucificado que llevaba allí, expuesto a la intemperie y aguantándose el reuma, desde el año cincuenta y dos, fecha en la que por iniciativa de Don Evaristo Calderón se levantó la sala que llevaba su apellido, destinada a la exhibición de espectáculos cinematográficos y teatrales.




32. La hornacina 


    “La demanda acabará en risas y tú te irás libre de cargos” (Horacio)  

   Dolores ignoraba la asonada que estaba a punto de desencadenar cuando decidió enviar a Mateo a casa de su abuela. El chiquillo tomó el recado y en compañía de Arturito, su compinche, salieron a la plaza enfilando calle arriba, en dirección al domicilio de la anciana. Había oscurecido, un anochecer invernizo, lloroso y algo turbio a causa de la niebla. El mandado consistía en entregar a la convaleciente abuela Antonina una cesta en la que se apretujaban una botella de leche, media docena de huevos, una pechuga de pollo, cuatro yogures, dos plátanos y un puñado de tomates. Algún enredo debieron traerse entre manos porque, a mitad del camino, Mateo, entre risas infantiles, arrancó a correr tras del amigo, viendo que no conseguía darle alcance, metió mano a la cesta, empuñó un tomate bien gordo y lo lanzó con fuerza contra Arturito. A la carrera, obstaculizado por la carga, no pudo afinar la puntería saliendo el proyectil muy desviado. Se escuchó un impacto contra la fachada del Cine Calderón seguido de un estropicio como de vidrios rotos. Las sombras de Mateo y Arturo, sabedoras de que alguna acababan de liar, se perdieron furtivas en la noche neblinosa...

   A primera hora de la mañana, Doña Asun invadió arrebatada la panadería, clamaba contra el sacrilegio perpetrado en plena calle: “¡Válgame Dios qué escándalo!”,  “¡Qué injuria!”, “¡Dónde se ha visto semejante falta de respeto!”... Por lo visto, escudándose en las sombras, algún alevoso había profanado la hornacina del Cristo. Varias personas congregadas en la acera levantaban acta del irreverente desaguisado retirando del pavimento los restos de un par de cirios despanzurrados, cristales astillados, pálidas flores de plástico  y restos una sustancia coagulada y orgánica con aspecto de pulpa de tomate.
   La celdilla no pasaba de ser un pequeño tabernáculo, un mosaico provisto de resalte, encastrado, a poca altura, en la fachada del Cine Calderón. Un exvoto en el que un piadoso artista había representado con mano rupestre al patrón de la localidad: un afligido Crucificado que llevaba allí, expuesto a la intemperie y aguantándose el reuma, desde el año cincuenta y dos, fecha en la que por iniciativa de Don Evaristo Calderón se levantó la sala que llevaba su apellido, destinada a la exhibición de espectáculos cinematográficos y teatrales. De común acuerdo, como modo de santificar el lugar, el empresario, el alcalde y el párroco resolvieron que la imagen del “Santísimo Cristo de la Caridad”  debía presidir la fachada del edificio. Ya se sabe, cosas de otra época… Pasados sesenta años, el Cristo continuaba allí, observando el deambular cotidiano de un vecindario que por lo regular ignoraba su presencia, si bien el lugar era aprovechado por algunas devotas recalcitrantes como elemento de culto y pretexto para depositar humildes ofrendas al icono: velas, ramilletes de flores, peticiones escritas a mano o estampas.
   La cosa es que, a la vista del ultraje, un menguado cortejo de feligreses corrió hacia la parroquia para informar a Don Inocencio y presentar condolencias. Otra comitiva puso rumbo a dependencias municipales con intención de denunciar la apostasía y expresar a la Autoridad su repulsa por la ofensa, solicitaban, además, el inicio de pesquisas que permitiesen identificar a la mano filistea y a sus cómplices. A eso de las once, una pareja de monjitas abandonaron su encierro en el Convento de las Reparadoras con intención de proceder al aseo del sagrado enclave. En la esquina se dieron de bruces con dos energúmenos que les cortaron el paso disuadiéndolas de sus intenciones, el desaguisado debía ser dejado tal y como estaba: “la Autoridad ya se iba a encargar de identificar a los sacrílegos e imponerles, en acto de expiación, la pena de adecentar el lugar y reponer lo estragado”. “El restablecimiento del orden requiere de la reparación necesaria, solo así lavan las afrentas”. “¡El vandalismo no debe ser tolerado, somos gente de principios!”.
   Saltada la chispa ya solo quedaba avivar llama. Los más fogosos, los defensores de la esencia, se aprestaron a empuñar el abanico. Con ánimo de que su versión fuese dada por unánime ocuparon los principales minaretes: “Se había perpetrado una acto inicuo, una agresión sin precedentes, un atentado intolerable contra el decoro moral y urbano”... A eso de la una, la cuestión del tomatazo, era tema de conversación en los corrillos: los puestos del mercadillo, las cafeterías, el portón de las escuelas, la farmacia, el Hogar del Pensionista, la sala de espera del Centro de Salud, la barbería…. A esa hora no cabía ya otro dictamen: se había rayado la herejía. “¡Un pueblo como el nuestro, tan pacífico, tan piadoso, no puede consentir provocaciones!” ¿Pero, dónde buscar a los ejecutores de tal abominación?...
  En su buen juicio, las  fuerzas vivas entendieron que tenían actuar. Estaba claro que el suceso no tenía otro propósito que la provocación, la mofa y la alteración maliciosa de la paz social, de modo que espabilaron de su proverbial modorra para unirse al coro de vociferantes que clamaba en defensa de “la convivencia”, “las tradiciones”, “el civismo” y “el respeto”. Había que tomar medidas, limpiar las calles de vándalos,  intolerantes e indeseables. El  mismo vecindario que cada fin de semana soportaba resignado los desmanes cometidos por los botelloneros en el parque, los que contemplaban con sonrisa complaciente los alborotos provocados por la hinchada madridista local los días de partido o los mismos que habían mirado para otro lado el día que sobre los muros de la escuela aparecieron garabatos de contenido ultrajante, soez y fascistoide, ponían ahora el grito en el cielo. Vulnerables al fervor popular y a la escandalera (se preveían elecciones en un horizonte no lejano), buena parte de los ediles se dejaron influir. Un pusilánime Presidente del Cabildo fue incapaz de llamar a la cordura. Se hizo público un bando con intención de recabar testimonios. No aparecieron declarantes solventes. El trance era oportuno para los maledicentes. Pronto se desataron las especulaciones, los rumores quisquillosos, las acusaciones veladas. Servido el ambiente de algarada faltaba ya desbocar una cruzada con tufo a inquisición y cacería. Entre palabras altisonantes y puñetazos en la mesa hubo quién solicitaba incriminar a los presuntos, a los más díscolos, la solvencia de las pruebas era irrelevante.
   Benito, el cabrero, fue el primer imputado, era conocida la frecuencia con que, enardecido en sus delirios etílicos de cantina, se despachaba contra la religión, el clero y el santísimo patrón. El desgraciado era una presa fácil. El acoso continuó con Don Américo, maestro interino, “Que hay que ver como vestía”, “Que vaya pelos”, “Con esas maneras”, “¡Virgen de las Aguas Santas, a ver si va ser de la otra acera”!, “Vaya un ejemplo para las criaturas”. Don Américo, además, era “venido de afuera”, su falta de afiliación tribal se interpretó como agravante. El alumnado del joven maestro fue testigo del oprobio al fue sometido al ser reclamado fuera del aula por una pareja de funcionarios judiciales con el fin de conducirlo al despacho de Dirección, para, una vez allí, proceder al acuse de recibo de la correspondiente citación judicial. Purita “La Balarrasa”, desocupada y marginal, batería-letrista del grupo “Los PencoRocks”, recibió visita de un agente municipal en acto de servicio: un informador anónimo aseguraba haberla visto merodear “con algo en la mano” el día de autos. Otra presa apetecible. Basándose en argumentos de contenido esperpéntico, los nombres de Josuhé, un gitano descarado, de creencia adventista, ocupado en vender alpargatas por los mercadillos, Pablo, el de la Gestoría Norte, notorio por sus inclinaciones ácratas y ascendencia  republicana y María Elena, la bibliotecaria, mujer de ideas laicas, capaz de convivir, “sin estar debidamente casada”, con un alemán de conducta extravagante y afinidades nudistas, una madre que se empeñaba en mantener “moros” a los mellizos de tres años (“¡Ay por Dios, hija mía, quién iba a decirlo, viniendo de tan buena familia!”), pasaron igualmente a estar en boca de todos. No hacía falta buscar más, como de lo que se trataba era de encontrar un “chivo expiatorio”, la cabeza de turco sobre la que descargar el castigo ejemplar; con seis inculpados había más que suficiente. Con media docena bastaba para dar cumplida satisfacción a bienpensantes y escarmiento a insumisos.
    Uno tras otro, los seis, hubieron de digerir el escarnio de verse sometidos a interrogatorio en el cuartelillo, a las idas y venidas al Juzgado de Paz. La delación fue intentaba sin éxito. Llegó a sugerirse cierta posibilidad de componenda: en acto público de desagravio, se avenían a acudir ante la esfinge, procedían al adecentamiento del nicho y asunto concluido. Rechazaron la parodia. A partir de ahí, se vieron sojuzgados en un atolladero de tejemanejes, venenosos sobreentendidos, habladurías, chascarrillos, amonestaciones y miradas afiladas. Entre graznidos de corneja, fueron expuestos al repudio, se sintieron proscritos. El acoso duró un par de semanas, durante ese tiempo se les mantuvo en un constante estado de alteración y nervios, pendientes de comentarios, confusas acusaciones, visitas inapropiadas en domicilios o puestos de trabajo, citaciones, consultas jurisprudentes, búsqueda de abogado y en la recta final del laberinto: la fecha de la vista. No eran gente acostumbrada resignarse, mantuvieron el aplomo, alegaron en defensa, pero, en aquel juicio paralelo, con la presunción de inocencia cercenada, la horda de amadrías había dictado ya una sentencia que era pregonada a los cuatro vientos.      
   Cuando en el Juzgado fue examinado el expediente, la inexistencia de testigos, la inconsistencia de las pruebas, el cúmulo de contradicciones y el ánimo prudente del Sr. Juez, llevaron a Usía a reclamar presencia de las Instituciones y ciudadanos querellantes en su despacho. El Magistrado les invitó amablemente a renunciar a aquella insensatez propia de un sainete: “Señores, —sentenció—, para hacer un cesto hacen falta buenos mimbres y ustedes solo me ofrecen pamplinas, de persistir en su actitud, se exponen ustedes al ridículo”. Lo contundente de la aseveración hizo recular a los acusadores. Regresaron al pueblo apesadumbrados, con las orejas gachas y el rabo entre las piernas. Sin más explicaciones, el caso recibió un sonoro carpetazo. Desmontada la farsa, el asunto de “La Hornacina” pasó a mejor vida.
   Nadie pareció caer en la cuenta de que para entonces, la honestidad de un grupo de conciudadanos ya había quedado devaluada, su dignidad pisoteada. Los que se habían encargado de labrar su desprestigio carecieron de modestia suficiente para dirigirse a aquel grupo de personas y comunicarles su absolución. Nadie mostró el coraje necesario de exonerarlos públicamente, una epidemia de amnesia colectiva se propagó entre los cacareadores que olvidaron su obligación de amortizar la deuda contraída, el deber de rehabilitar a las víctimas de su estupidez en lo mejor de su condición ciudadana. Olvidaron que tan importante como vengar a un azulejo es la restitución del honor al ciudadano degradado injustamente. Si en algún momento su conciencia les apeló en algo, burlaron la llamada.
   Sin obtener la satisfacción del desagravio, aquellos seis ciudadanos pudieron salir del mal sueño. El abrazo solidario de unos pocos y el vergonzante silencio por parte de los acusadores fue su única recompensa.






1 comentario:

  1. ¡Menos mal que no tocó un juez meapilas!, que por otro lado hubiera sido lo normal.
    Si se me permite, y solidarizándome con el mal trago de los pobres presuntos: ¡Vivan los tomates!

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