martes, 11 de octubre de 2016

Relatos de Don Wayne LI: Jack Elam

Eran años en los que las películas norteamericanas desembarcaban en tromba en las salas españolas para consumo de un público ávido de encontrar el lenitivo con el que aliviar la traumática epidemia de intolerancia, autoritarismo y clerigalla que arrasaba el país. Poco podía imaginar el actor norteamericano que aquí, en España, tenía un doble, un sosias cuyo parecido con el original era tan asombroso que parecían hermanos gemelos.

Jack Elam


"Jack" Elam fue un actor estadounidense muy conocido por haber interpretado el papel de villano en multitud de películas. Su verdadero nombre era William Scott, había nacido en Miami (Arizona) en 1923 y falleció en Ashland (Oregón) en 2003. Era tuerto del ojo izquierdo a consecuencia de un accidente ocurrido durante la infancia.  Debutó en el cine con el film “She Shoulda Said No!” (1949), película sobre una corista fumadora de marihuana. Entre 1950 y 1993 trabajó en más de setenta películas: “Guerrilleros en Filipinas” (1950), “El correo del infierno” (1951), “Paz rota” (1952), “Tierras lejanas” (1954), “Wichita”(1955),  “El hombre de Laramie” (1955), “Duelo de titanes” (1957), “Los Comancheros” (1961), “Los malvados de Firecreek” (1968),  “Látigo” (1971), “Pat Garrett y Billy The Kid” (1973) son algunas de las más conocidas. Participo en dos westerns rodados en España: “Hasta que llegó su hora” (1968)  y  “Sonora” (1969).

Elam era un comediante todo terreno, como secundario se dió el lujo de trabajar a las órdenes de los mejores directores de la época y compartir pantalla con las grandes estrellas de Hollywood. A lo largo de su dilatada carrera como actor encarnó a todo tipo de personajes, algunos cómicos, sin embargo, lo peculiar de su fisonomía le llevó a quedar encasillado dentro de los géneros western y de gangsters, en los cuales, casi invariablemente, interpretaba a tipos malvados, violentos o borrachines, es en ese tipo de papeles como le recordamos la mayoría de los espectadores.


Eran años en los que las películas norteamericanas desembarcaban en tromba en las salas españolas para consumo de un público ávido de encontrar el lenitivo con el que aliviar la traumática epidemia de intolerancia, autoritarismo y clerigalla que arrasaba el país. Poco podía imaginar el actor norteamericano que aquí, en España, tenía un doble, un sosias cuyo parecido con el original era tan asombroso que parecían hermanos gemelos. El doble de Jack Elam se llamaba Epifanio y era conocido como “el Malcaga”. Su parecido con el actor era tan extraordinario que el propio Fanio había urdido una patraña, a la que nadie daba crédito, según la cual ambos personajes se encontraban vinculados por ciertos lazos de parentesco. 
“Malcaga”, que siendo casi un chiquillo había entrado a trabajar en unas canteras de pizarra roja, tuvo la mala suerte de perder el ojo izquierdo a causa de un accidente con los detonadores de la dinamita. Secuela de aquella deflagración fue, también, la pérdida parcial de varios dedos de una mano. El desdichado infortunio desfiguró el rostro del joven para siempre dejándolo marcado con una mirada bizcorneada, penetrante y un punto torva, debido a la asimetría existente entre el ojo bueno, que abría exageradamente como queriendo compensar la ceguera del otro. El semblante como retorcido y malicioso del personaje se completaba con una alborotada cabellera, el desaliño de la barba, los párpados pesados (entrecerrados del lado izquierdo) y unas cejas habitadas por una superpoblación de cerdas hirsutas y largas más  propias del lomo de un tejón que de un rostro humano. El recorrido facial quedaba rematado por un rictus ladeado de la boca que contribuía a subrayar el semblante desafiante, burlón y casi patibulario del dueño de tal fisonomía. Cabría añadir, por otro lado, que Malcaga mostraba cierta inclinación por el morapio, afición que hacía de él un reconocido lustrador de mostradores de madera en tascas y cantinas. Dicho todo esto hay que destacar que, a pesar de lo fiero de su aspecto, el antiguo barrenista era un hombre sociable y bueno.

Residía con su madre en una casa con establo junto a la bolera; madre e hijo conseguían salir adelante gracias a la esmirriada pensión que le había sido reconocida tras el accidente. Para completar ingresos, el hombre se dedicaba a reparar escopetas de caza en un discreto chiscón habilitado a modo de taller en las dependencias de la cuadra. Por lo que se contaba era de una pericia inigualable adiestrando perros para la caza, recargando artesanalmente cartuchos usados que luego revendía y capturando jilgueros con liga, una pasta amarillenta y pegajosa que elaboraba el mismo a base de macerar cortezas de haya bajo las piedras del río. 
Tras las partidas de bolos, siempre al calor de una bota de vino, en aquel taller tenían lugar algunas de las tertulias más celebradas del pueblo. Malcaga tenía fama de ser un soberbio fabulador y locuaz contador de historias. Entre sus anécdotas más festejadas estaban aquella según la cual, un día de tormenta, consiguió desalojar a un oso de su caverna presentándose a la puerta del cubil y provocando al plantígrado a grandes voces. Según aquel relato, el bicho, viendo alterado su letargo, salió dispuesto a descuartizar al intruso pero huyo despavorido monte arriba en cuanto se dio de bruces con la mirada esquinada y amenazante de Malcaga. Por lo que contaba, había utilizado un método análogo para salir victorioso de una supuesta escaramuza bélica en Sidi-Ifni. En aquella ocasión, le bastó con asomar la jeta por encima de la trinchera para que todo un destacamento moro saliera a la carrera con dirección al desierto. Los que conocían al orador sabían de sobra que, debido a su minusvalía, nunca había estado en la mili, pero ante la vehemencia del relato, este detalle que carecía de importancia. Causaba gran regocijo también escucharle contar el modo en que en cierto lance cinegético había sido capaz de dar caza a un jabalí con la única ayuda de un capote de torero.
El catálogo de sucedidos de Fanio Malcaga era inagotable, pero había uno que dada su truculencia merece ser contado. Cuando por la tertulia del bar o de la cuadra aparecía algún neófito, Malcaga, le desafiaba con una apuesta tan espeluznante como disparatada: 
—¡Me apuesto una copa de Soberano a que soy capaz de morderme un ojo!
A gran velocidad, el cerebro del pardillo realizada las cábalas necesarias para intentar averiguar qué tipo de contorsiones faciales sería necesario ejecutar para llevar a cabo tan extraordinaria mueca. Aceptado el envite, el sorprendido interlocutor era testigo de como Malcaga se llevaba la mano a la cara, introducía los dedos en la cuenca izquierda y extraía un ojo de cristal para llevárselo a boca y dejarlo atrapado entre los dientes. Pagada la ronda, el jodido tuerto, dejaba pasar un buen rato para encadenar un segundo desafío:
—¡Apuesto puro y café a que soy capaz de morderme el otro ojo!  
Un duelo de ese calibre era más de lo que el incauto era capaz de asimilar en tan poco espacio de tiempo. Invariablemente, su primera intención era increpar al fanfarrón para advertirle que no daría por buena la extracción del ojo derecho como había hecho hacía un momento con el otro. Enseguida caía en la cuenta de la inutilidad de aquella solicitud, eso supondría que Malcaga tenía los dos ojos de cristal y por tanto era ciego, hecho a todas luces incierto. Tras unos segundos de zozobra, espoleado por la curiosidad, aceptaba el reto. Con gesto solemne, Fanio Malcaga, se llevaba la mano mutilada a la boca y desencajaba por completo la dentadura postiza para llevársela al ojo bueno y fingir el mordisco. Fanio daba por ganada la apuesta mientras la concurrencia prorrumpía una sonora carcajada…                

Cuento todo esto porque, la pasada noche, entretenía mi desvelo trasteando con el mando del televisor cuando fui a dar con “Rio Lobo”, la película que Howard Hawks rodó en 1970. Allí estaba el bueno “Malcaga” metido en el papel del excéntrico granjero Philips. He permanecido atento toda la película esperando el momento en que, recurriendo a la vieja treta del ojo, intentaría sonsacar un trago de whisky a cualquiera de los actores del reparto, pero que va, Malcaga, tras componer su mirada más atravesada, ha empuñado su Remington de cañones yuxtapuestos, ha salido del chamizo y ha montado a caballo dispuesto a restablecer la ley y el orden al más puro estilo tejano, codo a codo con John Wayne.



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