jueves, 1 de marzo de 2012

Relatos de Don Wayne XVII

¡Francés!

Nuestro último verano juntos fue el de 1968. La noche del 14 de agosto nos agrupamos en la plaza poco antes del comienzo de la verbena. Fue una noche calurosa,  los que esperaban al baile charlaban animadamente o se refrescaban chupeteando helados de cucurucho y bola.


¡Francés!

                               Para ella. Para la que me regaló un nombre.

   —“Tú no le recordarás, Mariola, eras muy pequeña. Llegaba a Mingoamor a principios de julio, desembarcaba de un Peugeot 404 conducido por su padre, Pepe Gámez, uno de “los Maquila”, ya sabes, los del barrio de San Cristóbal. El niño se quedaba haciendo compañía a la abuela todo el verano. A finales de agosto el padre regresaba, recogía al chiquillo en su 404 y se volvían para Francia. Pepe había nacido aquí, aunque conservaba familia y conocidos apenas paraba por el pueblo, era hombre de ideas consolidadas, le tenía alergia al Régimen. Intentó adaptarse; durante una  temporada trabajó para La Galletera, al final optó por medio exiliarse. En Francia encontró refugio y un empleo, era reacio a volver. Casó con una francesa, fruto de aquella unión nació Alain. Luego se separaron, decían que ella medio desapareció, y el crío se quedó a cargo del padre. En nuestras conversaciones infantiles, nos explicaba que tenía muy poco trato con su madre. Por aquellos años el padre convivía ya con otra mujer, pero no estaban casados. A nosotras, niñas rústicas de la década de los 60, semejante situación nos dejaba anonadadas. Ya sabes, eran años en los que en este país la figura de la madre era una institución sagrada, lo de la familia “divorciada” y el vivir “arrejuntaos” como mentarnos al diablo. Así era la vida por entonces: atrasada  y reaccionaria, parapetada tras la sólida trinchera de un catolicismo trasnochado,  conservado en vinagre desde la época de Don Pelayo. El chico comenzó a venir al pueblo a principios de los sesenta, con ocho o nueve años de edad, era quinto nuestro. Las familias mediaron y encontró acogida en el grupo, encajó bien. Un chiquillo despierto, simpático, extrovertido…, en la cara llevaba pintada una expresión entre inocente y pícara, llena de confianza, de una naturalidad y optimismo que a mí me dejaba turulata. Un niño monísimo, de pelo rubio, cuerpo delgado, largo y una piel muy fina y blanca, como satinada con cera, completamente diferente a nosotros que no pasábamos de ser un manojo de canijos rurales confinados a corretear entre la penuria mental y la incultura. Las niñas éramos media docena, las de por aquí, ya sabes. Tu generación tuvo más suerte, os tocaron otros tiempos. Por proximidad acabamos arrimadas a la tropilla de muchachos del vecindario en la que Marianito Madrazo, el hijo de Don Mariano, el alcalde, intentaba ejercer de cabecilla. Celsa, la abuela de Alain, vivía aquí, en el centro de la manzana. Pasábamos juntos todo el verano, haciendo vida en la calle. En cuanto “el francés” llegaba nos buscaba enseguida, se incorporaba al juego y a poco parecía que hubiese permanecido con nosotros mucho tiempo. Se esforzaba por chapurrear un castellano rudimentario, trastrabillando con las erres e introduciendo palabras o expresiones foráneas. A nuestras madres les encantaba el modo en que utilizaba formulas cortesía importadas del país de “la Bardot”. Los primeros años no nos alejábamos mucho, dedicados a enredar por las callejas, la fuente o los escalones de la Cuesta. Con la llegada de la pubertad los límites se ampliaron: las pozas del río, las laderas del monte o las eras. Escapábamos para tontear y reírnos de gansadas. Alain era un manantial de sorpresas. En una ocasión decidimos jugar al circo, Alain improvisó un ocurrente número de clown, un mimo atolondrado y torpe, una actuación  memorable. Para no ceder protagonismo, Marianito Madrazo decidió hacer de forzudo, demostraba sus capacidades levantando pedruscos que movía de un lado para otro. Otras veces nos reuníamos para contar chistes, mientras por aquí andábamos atascados en la chusquería del “¿Qué le dijo un water a Franco?”, Alain desplegaba tal bagaje de sucedidos que acababa por convertirse en el centro de la jarana, nos descojonábamos. A Marianito Madrazo lo que más le gustaba era que le enseñase a decir groserías en francés. Para entonces Alain había devenido en un seductor  mozalbete que se adornaba con una dorada melenita, en cuyo rostro no parecían querer hacer estragos las turbulencias de la adolescencia. Nos recordaba en algo a un conocido actor, la triple coincidencia de ser paisanos, guaperas y tocayos, nos inspiró la bobería de apodarle “Alain Delon”. Nunca le puso “peros” a la broma. La abuela lo tenía siempre pimpante: camisetas de algodón, tejanos con cremallera, en los bombachos que vestían por entonces nuestros amigos las braguetas eran un ojal enorme que se abrochaba con botones, y playeras deportivas. En casa de la abuela atesoraba un par de cosas que chiflaban a los muchachos: un Scalextric de “Las 24 horas de Le Mans” y una pila de tebeos franceses. Los chicos le buscaban para poder jugar a las carreras de bólidos o pasaban horas sentados en la acera leyendo comics. No entendían el texto de modo que se contentaban contemplando las viñetas con placer infantil. Nos contaba que durante las largas tardes de los inviernos parisinos acudía dos o tres veces por semana a una “pisina” cubierta donde aprender a nadar. Cuando bajábamos a las pozas del río daba gloria verle bracear o como se zambullía en picado en los charcones. Era el único capaz de desnudarse públicamente para cambiarse el bañador, no es que fuera un exhibicionista, no te vayas a creer, pero tampoco se andaba con remilgos. En Mingoamor disfrutaba…, disfrutaba introduciendo una moneda en la ranura de la tosca sinfonola de la Cafetería Miramar para invitarnos a escuchar el último éxito de los Beatles o los Stones, disfrutaba traduciéndonos las letras del inglés, disfrutaba encendiendo un pitillo para mostrarnos como boquear aros con el humo… Estudiaba en un “Liceo” mixto donde se impartían clases de música, a finales de los 60 rasgueaba la guitarra. Imitaba a los artistas franceses del momento, cantantes pop como Sylvie Vartan o Johnny Halliday. Su representación estrella era la imitación de un rockero eléctrico que en el frenesí de su actuación se enganchaba la pirindola con las cuerdas de la guitarra. Era desternillante. Se bajaba la cremallera de la bragueta, enarbolaba la guitarra acercándola mucho a la entrepierna y vociferaba con ritmo trepidante “Me la pillé, ye, yé. Me la pillé, ye, yé…”, mientras fingía estar electrocutándose por el pito. Nos partíamos el cuadro.

   Mediado agosto se celebraba la Fiesta de la Patrona. La víspera el ayuntamiento organizaba una verbena en honor a la Virgen. A la mañana siguiente se oficiaba en la Plaza una “Eucaristía de Campaña”, a renglón seguido tenían lugar las competiciones deportivas. El alcalde y su vástago acudían en traje de gala: Don Mariano, un franquista de tomo y lomo, ataviado con el uniforme de Falange, Marianito con la indumentaria de flecha miembro de la Organización Juvenil Española. El nene disfrutaba tanto figurando en público que se empeñaba ayudar a misa. El escurridizo párroco consentía. Asistía a Don Hipólito durante la liturgia, engalanado con todo el perifollo de la OJE. Un año tras otro, cada vez más grande, se plantaba detrás de la casulla para acabar pareciendo un guardaespaldas en vez de un monaguillo. En su sermón, Don Hipólito, exhortaba a la feligresía sobre la autenticidad de los valores cristianos y las tradiciones marianas. Acabado el servicio religioso Don Mariano tomaba el relevo, en su alocución, con tono grandilocuente y autoritario, se desgañitaba en el intento de inculcar a los presentes la necesidad de “mantener vivos los Principios del Espíritu Nacional conquistados tras el Glorioso Alzamiento”. Nuestro “francesito” eludía estas partes del festejo. Hacía acto de presencia bajo los soportales más tarde, llegada la hora de las cucañas. Para la tarde se programaba en el Cine “La Paz” el pase gratuito de alguna película española.

   Nuestro último verano juntos fue el de 1968. La noche del 14 de agosto nos agrupamos en la plaza poco antes del comienzo de la verbena. Fue una noche calurosa,  los que esperaban al baile charlaban animadamente o se refrescaban chupeteando helados de cucurucho y bola. Enjambres de polillas giraban alocadas atraídas por la luz de las guirnaldas de bombillas. Uno de aquellos mosquitos debía de llevar tiempo esperando la oportunidad para depositar su ponzoñoso huevo. Antes de salir de casa las niñas habíamos hecho amago de “arreglarnos” un poquino, nada, muy poca cosa, era la primera vez. Cuando los muchachos salieron a nuestro encuentro, Marianito Madrazo, como no queriendo la cosa deslizó uno de sus  ásperos comentarios: “A mí me gustáis más sin maquillar, sois más naturales”. Se lo dijo a Melchorita, la del sastre, pero con intención de que su observación fuese escuchada por todos. Para hacer tiempo deambulamos un rato en torno al templete, las muchachas estábamos nerviositas, por primera vez éramos conscientes de la punzada que producen las miradas masculinas al depositarse sobre un cuerpo adolescente. Teníamos ganas de baile, nuestros acompañantes, salvo Alain, parecían ajenos a tanta excitación. Como era costumbre, la verbena comenzó pasadas las once. Cuando la orquesta se arrancó con ritmos ligeros nos abrimos paso entre el barullo y comenzamos a bailar, al principio todos juntos, una docena compacta de mozas y mozos que se agitaban imitando lo que habían visto hacer a los adultos. Por inexperiencia, falta de motivación o sentido del ridículo nuestros amigos desistieron pronto. Abandonaron todos menos Alain, viéndole allí bailando entre nosotras comprendimos enseguida que no era la primera vez que batallaba en una pista de baile, entre risas nos enseñaba pasos y movimientos. Daba alegría ver la frescura con que se desmelenaba siguiendo el compás de la música, contorsionando la cintura, moviendo los brazos hacia arriba y hacia abajo... El resto de los chavales de nuestra pandilla, los muy lelos, optó por apartarse y aguardar acodando su aburrimiento contra la balaustrada que circunvalaba parte de la plaza. Observaban el ambiente como espectadores sin entusiasmo, como extraños que hacían tiempo bebiendo “a gollete” de las gaseosas y mirindas que sujetaban en la mano. A veces pasábamos a su lado e intentábamos cruzar alguna broma trivial en el intento de invitarles a sumarse a la fiesta, pero nada… Con el transcurso de la noche se les fue acentuando la cara de palo. La llegada de los ritmos lentos hizo que las niñas nos rifáramos al francés para bailar con él por turnos. Nos emocionaba la suavidad con que te tomaba por la cintura en “los agarraos”, como te sujetaba las palmas de la mano, el modo en que nos acariciaba la melena mientras acercaba su mejilla a la nuestra, reíamos dejándonos conducir entre el tumulto de parejas. Una locura. Los chavales se mostraban cada vez más impacientes, Marianito no paraba de cocear con el talón contra el adoquinado, recordándole ahora me parece estar viendo al cosaco de la Tetris. Melchorita aprovechaba su turno para bailar con Alaín bien colgada de su cuello, arrimándosele mucho. Marianito les contemplaba con gesto ceñudo. Nos daban un poco de pena, allí puestos a enfriar, a medianoche Melchora, Rocío y yo nos acercamos en un último intento de atraerles al baile, pero se resistieron con desdén. Rocío les preguntó en broma si tenían sabañones, Melchorita algo desairada por aquella falta de consideración les llamó sosos y palurdos. Sin insistir más nos incorporamos al baile entre risas. Al cabo de unos minutos pudimos percatarnos de que nuestros destemplados acompañantes ya no andaban por la plaza, se habían marchado. Pasadas las dos emprendimos regreso a casa. Caminábamos todas juntas cogidas del brazo jugando a empujarnos y a ocupar la calle. Felices. Alain iba en medio.

   Los actos oficiales de la mañana del 15 carecieron de interés para nosotras. El día amenazaba tormenta. Por la tarde nos juntamos para bajar al cine. Pasaban “Agustina de Aragón”, una cinta en blanco y negro, de los cincuenta. Aurora Bautista interpretaba el papel de la heroína. El Cine “La Paz” estaba atestado de gente, parecía un hervidero. La historia narraba en clave patriótica la intolerable invasión napoleónica, las despiadadas tropas francesas tomando España por asalto, el sitio de Zaragoza..., el caldo ideal para que la larva de la envidia y de los celos hiciese su eclosión detonando los instintos tribales. El enardecimiento guerrero debió de contribuir a enturbiar la mente de los muchachos, rebullían con agitación, se daban codazos, lanzaban miradas de soslayo. Pronto comenzaron a escucharse las primeras pullas: “¡A por ellos!” “¡No valen pa ná esos franceses!” “¡Mira como huyen los canallas!” “¡Los nuestros estarán mal armados, pero como meten leña!” “¡Híncale la bayoneta hasta la empuñadura a ese cobarde!”... Marianito Madrazo, muy excitado, era uno de los que más voceaban. Durante la proyección descargó con violencia la tormenta. El retumbar de los truenos y el repiqueteo de los copiosos goterones sobre la cubierta del cine se confundían con el fragor de los cañonazos, las descargas de fusilería y las luchas cuerpo a cuerpo. Éramos  inocentes, niñas incapaces de dar un sentido a lo que estaba ocurriendo, no podíamos prever el desastre que se avecinaba. “¡Está claro que somos los buenos!” “¿Qué dices?: ¡los mejores!” “¡Muerte a Francia!” “¿Has visto, francés, la paliza que os estamos metiendo?”. Alain permanecía sentado, erguido e inmóvil, miraba la pantalla. Aquella carnicería entre vecinos lo tenía sobrecogido. Salimos ya de noche, la tormenta de había disipado. Las farolas reflejaban una extraña palidez sobre la superficie de los charcos. Marianito Madrazo estaba eufórico. “¡Que paliza os hemos metido, chaval! ¡Por Dios que paliza!”. El largo trecho que separaba el Cine de nuestras casas lo desandamos dispersos. Al llegar al barrio el grupo comenzó a diluirse. Cuando nosotras les dejamos Alain marchaba por delante, apesadumbrado, solo. Los otros cuatro le iban a la zaga lanzándole invectivas de plomo. No pensaban dejarle en paz: “¡Para que aprendan!” “¡Os hemos acribillado!”, “¡Os lo teníais merecido!”... Mucho después Susito me contaría el desenlace. Súbitamente, Marianito arremetió como un energúmeno contra el amigo, por la espalda, le derribó mientras le insultaba: “¡Franchute!”, “¡Miserable!”, “¡Traidor”, “¡Vas a pagar todo lo que me has hecho!”. El estupor, la conmoción producida por el impacto, lo aparatoso de la caída no le dieron opción de defensa. Ya en el suelo, Marianito le abrió bruscamente la bragueta, le buscó el pito, se lo sacó y de un violento tirón hacia arriba cerró la cremallera dejando la piel del prepucio atrapada en un mordisco metálico. Alain se retorcía sobre el empedrado rabiando de dolor, llevándose las manos a las ingles. El hijo del alcalde se levantó, se sacudió la  ropa y le espetó: “¡Venga, cagazas, ahora ya tienes motivo para imitar al hijo puta ese que se pillaba la chorra con la guitarra!” “¡Francés, que no eres más que un mierda de francés!” Para justificarse, Susito me explicó que no habían actuado en manada, los demás se limitaron a no intervenir. Se marcharon de allí dejándolo tirado en el barro…

   La abuela Celsa se las debió de ver y desear para socorrer al nieto en la tarea de liberar del cepo el pellejino que recubre el glande. El chico también debió de pasarlo  mal. No delató a nadie, se tragó el dolor. Celsa le creyó, contó a las vecinas que el niño se había pillado el pito en un descuido, tras echar una apresurada meada en cuneta, En el desmayo de dolor se había caído. Al día siguiente Alain no quiso salir ni ver a nadie. Se recluyó en la casa leyendo sus tebeos o jugando al Scalextric con Tomasín, un vecinito mucho más pequeño. Pocos días después el Peugeot estuvo aparcado frente a la puerta. Al siguiente verano no regresó. No volvimos a verle. Así fue todo, Mariola. Al fallecer la abuela, salvo esta casa vacía, en Mingoamor, no quedó el menor rastro de Alain Delon”.










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